Veo hace dos meses Amor la última y oscarizada película de Michael Haneke. Comento con dos amigos amantes del buen cine, chica y chico para más señas, las sensaciones que les provoca la película. En ambos casos se declaran emocionados al borde de la lágrima por esta historia de amor crepuscular que nos cuenta el ocaso de un amor entre dos ancianos, uno de ellos postrado en la cama. Disiento de ellos no sin disgusto-es maravillosa la sensación de que una historia te cree un nudo en el estómago-pero no consigo emocionarme casi en ningún momento del metraje. Elevo así a mi altar de fobias inconfesables la para muchos adorable película.
Me hace pensar Amor en la paradoja de que gran parte de las manifestaciones artísticas ya sea en el cine o en la literatura giran en torno al sentimiento más completo, profundo y universal y a mi parecer, en la mayoría de los casos, lo hacen de un modo tangencial, como funambulistas con red, sin el vértigo necesario para la apuesta del todo o nada.
En Amor por ejemplo, siento que Haneke niega a sus personajes aquellos gestos que nos hacen el amor reconocible-miradas, caricias, besos-contacto en último término. Tal vez por la edad de los protagonistas me falta en la cinta la emoción de los momentos positivos y mágicos de amar a alguien, aquellos por los que todos en algún instante somos capaces de perder los papeles o resultar ridículos. En Amor vemos más apoyo, ayuda o tristeza, que amor y por ello creo la emoción no me llega, o sólo lo hace a pinceladas. Pienso en otro increíble fin de amor crepuscular como es el Hijo de la Novia-filia reconocida- y si recuerdo la ternura del gesto de Alterio y Norma Aleandro al mirarse entre la nada de los recuerdos borrados de ella, sí me llega el enganche positivo de la razón de ser de esa boda por la iglesia que el abuelo regala a su amada por el egoísmo pretérito. Y me conmueve lo que en la áspera, recia y descarnada Amor me tengo que esforzar en sentir. Pienso en la diferencia de haber nacido gaucho o austriaco pero prefiero desprejuiciarme.
Insisto con mi decepción, en la enorme dificultad que tiene la obra artística en mostrar el amor con mayúsculas con todos sus recovecos, fases y matices. Si pienso a bote pronto en ejemplos alabados y que me reafirman en mi idea me acuerdo de algunas cintas recientes que han puesto el acento en hacer del amor o el enamoramiento un elemento discursivo que a mí me parece tan lejano a lo que realmente representa en realidad. Esto ocurre por ejemplo en la celebrada Antes del Amanecer de Linklater, con esos personajes más dispuestos a mi entender a resultar genuinos que a dejarse llevar por los sentimientos y que termina resultándome un ejercicio de intragable pedantería, o en la también muy cacareada Closer donde me resulta fallido ese modo adusto y desagradable en ocasiones para acercarse a la naturaleza del amor y el desamor, con circunloquios que me estomagan y nada me dicen. No quiere decir esto que el reflejo artístico del amor me parezca debe acercarse más al melodrama de sobremesa o a las edulcoradas comedias de guión archivisto con final que todos conocemos, me refiero más a las pocas ocasiones en las que existe la valentía de acentuar la parte bonita del sentimiento por miedo a la edulcoración o al pastel, por la ausencia de riesgo de andar en ese fino alambre que separa lo sublime y genial de lo ridículo.
Desde un acercamiento parcial si existen a mi entender películas que son capaces de emocionar pero necesitando siempre de un elemento complementario que no nos entregue la historia despojada y única. En la genial y poética Los Amantes del Círculo Polar de Julio Medem el amor resulta tal vez menos transcendente que el azar que acaba resultándonos el principal leitmotiv de la película. Lo mismo ocurre en cualquiera de la versiones de ese gran clásico del amor con circunstancias que es Grandes esperanzas donde la casualidad es el hilo conductor de una historia que no se atreve sólo a hablar de amor o en la desasosegante Expiación, cuyo elemento de culpa y perdón sobrevuela la que es una pasional y magnífica historia de amor interrumpida.
El amor imperfecto o superficial es también objeto de destacadas obras pero a mi entender no plenas respecto al tema. Soterrado y lleno de matices en las muy sensibles Los Juncos Salvajes o Un lugar en el mundo, donde las historias son flashes de momentos que se expresan en miradas o en polvos iniciáticos que anticipan o esconden más de lo que muestran. Sublimado en la sensacional Lost in Translation, con el freno de mano echado para resultar moderna, para moverse en ese mismo tiempo perdido e infinito de la superorbe. Lígero y positivo en la imprescindible y siempre Navideña Love Actually, ese título que debería ser obligatorio para subir la moral de los más deprimidos. Grandiosas hablando de más cosas pero tibias con el gran sentimiento.
De todo el universo cinematográfico reciente- he de reconocer de nuevo mi enorme dificultad de emocionarme con los clásicos en blanco y negro- hay dos películas que me llenan por encima de todas las demás a la hora de hablar con mayúsculas de amor. Dos historias a tumba abierta que me parecen desacomplejadas y valientes a la hora de expresar genuinamente las cuatro grandes letras, sin frenos ni corsés, sin complejos ni gestos para la galería, capaces de ponerme la piel de gallina sin matices, jodidamente avasalladoras.
La primera es la marciana, poética y metarromántica historia de niños vampiros que es Déjame entrar, ese sensacional cuento de seres en el filo del mundo, capaces de la mayor de las entregas por permanecer juntos. Abismal, turbadora y kamikaze.
La segunda es la clásica, contenida y a la vez insoportablemente romántica Los puentes de Madison. La peli de la Streep y Eastwood me parece la mejor historia de amor dialogada del cine, la más ajustada en lo que dice y lo que no dice para expresar genuinamente la naturaleza del amor. La más valiente a la hora de acercarse a esa fina frontera entre lo auténtico y profundo y lo edulcorado. La mejor para salir victoriosa de esa prueba titánica.
Leía este verano dos libros que me planteaban de nuevo la misma dicotomía en la literatura. El primero se llama Donde el corazón te lleve de Susana Tamaro y fue un enorme éxito en los primeros noventa. Me encanta su primera parte donde una abuela, a modo de epístola, expresa magníficamente el sentimiento de amor hacia una nieta que por circunstancias de la vida ha debido cuidar desde que ésta es niña. Me resulta una de las más bonitas explicaciones de lo que el sentimiento de amor significa-esta vez no desde un punto de vista romántico-pero si cargado de una hondura de matices, recovecos y sensibilidades que pocas veces he hallado en la ficción escrita.
Contrastaba mi pensamiento con el plomizo y pedante ejercicio intelectual que me parece Los enamoramientos, el celebrado libro de Javier Marías, que de tanto incidir casi a modo de ensayo en los racionales de ese proceso primero del amor, resulta académico, frío y desapasionado. Finalmente aburrido y pesado. Y sentía de nuevo la dificultad de haberme emocionado con alguna historia de amor con mayúsculas entre las páginas de una novela.
Siempre me resultó mucho más divertido Cien Años de Soledad que la admirada El amor en los tiempos del cólera, que a mí me parece cansina y larguísima; he leído magníficas historias tangentes al amor como el obsesivo El túnel de Sábato o la primera parte de esa magnífica Rayuela que es más un canto de admiración que de amor real. Incluso uno de mis autores favoritos Raymond Carver en su libro de relatos De que hablamos cuando hablamos de amor, tiene enormes dificultades para contar sobre lo que realmente desea hacerlo.
Ninguno de mis libros favoritos habla de amor. Ni uno sólo.
Imagino que de aquí saldrán mil opiniones que en ningún caso coincidirán con la mía o que en algunos provocarán la sorpresa. Seguro que en esa lógica se encuentre la explicación de que al menos a mi me parezca tan difícil encontrar una manifestación artística redonda que hable de lo que más nos importa, porque quizá sobre esto, el valor de la palabra tenga el peso de una pluma frente a los congojos amontonados en la tripa. O quizá yo no haya visto o leído lo suficiente.