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Amor, cine y literatura

Veo hace dos meses Amor la última y oscarizada película de Michael Haneke. Comento con dos amigos amantes del buen cine, chica y chico para más señas, las sensaciones que les provoca la película. En ambos casos se declaran emocionados al borde de la lágrima por esta historia de amor crepuscular que nos cuenta el ocaso de un amor entre dos ancianos, uno de ellos postrado en la cama. Disiento de ellos no sin disgusto-es maravillosa la sensación de que una historia te cree un nudo en el estómago-pero no consigo emocionarme casi en ningún momento del metraje. Elevo así a mi altar de fobias inconfesables la para muchos adorable película.

amor haneke

Me hace pensar Amor en la paradoja de que gran parte de las manifestaciones artísticas ya sea en el cine o en la literatura giran en torno al sentimiento más completo, profundo y universal y a mi parecer, en la mayoría de los casos, lo hacen de un modo tangencial, como funambulistas con red, sin el vértigo necesario para la apuesta del todo o nada.

En Amor por ejemplo, siento que Haneke niega a sus personajes aquellos gestos que nos hacen el amor reconocible-miradas, caricias, besos-contacto en último término. Tal vez por la edad de los protagonistas me falta en la cinta la emoción de los momentos positivos y mágicos de amar a alguien, aquellos por los que todos en algún instante somos capaces de perder los papeles o resultar ridículos. En Amor vemos más apoyo, ayuda o tristeza, que amor y por ello creo la emoción no me llega, o sólo lo hace a pinceladas. Pienso en otro increíble fin de amor crepuscular como es el Hijo de la Novia-filia reconocida- y si recuerdo la ternura del gesto de Alterio y Norma Aleandro al mirarse entre la nada de los recuerdos borrados de ella, sí me llega el enganche positivo de la razón de ser de esa boda por la iglesia que el abuelo regala a su amada por el egoísmo pretérito. Y me conmueve lo que en la áspera, recia y descarnada Amor me tengo que esforzar en sentir. Pienso en la diferencia de haber nacido gaucho o austriaco pero prefiero desprejuiciarme.

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Insisto con mi decepción, en la enorme dificultad que tiene la obra artística en mostrar el amor con mayúsculas con todos sus recovecos, fases y matices. Si pienso a bote pronto en ejemplos alabados y que me reafirman en mi idea me acuerdo de algunas cintas recientes que han puesto el acento en hacer del amor o el enamoramiento un elemento discursivo que a mí me parece tan lejano a lo que realmente representa en realidad. Esto ocurre por ejemplo en la celebrada Antes del Amanecer de Linklater, con esos personajes más dispuestos a mi entender a resultar genuinos que a dejarse llevar por los sentimientos y que termina resultándome un ejercicio de intragable pedantería, o en la también muy cacareada Closer donde me resulta fallido ese modo adusto y desagradable en ocasiones para acercarse a la naturaleza del amor y el desamor, con circunloquios que me estomagan y nada me dicen. No quiere decir esto que el reflejo artístico del amor me parezca debe acercarse más al melodrama de sobremesa o a las edulcoradas comedias de guión archivisto con final que todos conocemos, me refiero más a las pocas ocasiones en las que existe la valentía de acentuar la parte bonita del sentimiento por miedo a la edulcoración o al pastel, por la ausencia de riesgo de andar en ese fino alambre que separa lo sublime y genial de lo ridículo.

Desde un acercamiento parcial si existen a mi entender películas que son capaces de emocionar pero necesitando siempre de un elemento complementario que no nos entregue la historia despojada y única. En la genial y poética Los Amantes del Círculo Polar de Julio Medem el amor resulta tal vez menos transcendente que el azar que acaba resultándonos el principal leitmotiv de la película. Lo mismo ocurre en cualquiera de la versiones de ese gran clásico del amor con circunstancias que es Grandes esperanzas donde la casualidad es el hilo conductor de una historia que no se atreve sólo a hablar de amor o en la desasosegante Expiación, cuyo elemento de culpa y perdón sobrevuela la que es una pasional y magnífica historia de amor interrumpida.

los amantes del circulo polar

El amor imperfecto o superficial es también objeto de destacadas obras pero a mi entender no plenas respecto al tema. Soterrado y lleno de matices en las muy sensibles Los Juncos Salvajes o Un lugar en el mundo, donde las historias son flashes de momentos que se expresan en miradas o en polvos iniciáticos que anticipan o esconden más de lo que muestran. Sublimado en la sensacional Lost in Translation, con el freno de mano echado para resultar moderna, para moverse en ese mismo tiempo perdido e infinito de la superorbe. Lígero y positivo en la imprescindible y siempre Navideña Love Actually, ese título que debería ser obligatorio para subir la moral de los más deprimidos. Grandiosas hablando de más cosas pero tibias con el gran sentimiento.

De todo el universo cinematográfico reciente- he de reconocer de nuevo mi enorme dificultad de emocionarme con los clásicos en blanco y negro- hay dos películas que me llenan por encima de todas las demás a la hora de hablar con mayúsculas de amor. Dos historias a tumba abierta que me parecen desacomplejadas y valientes a la hora de expresar genuinamente las cuatro grandes letras, sin frenos ni corsés, sin complejos ni gestos para la galería, capaces de ponerme la piel de gallina sin matices, jodidamente avasalladoras.

La primera es la marciana, poética y metarromántica historia de niños vampiros que es Déjame entrar, ese sensacional cuento de seres en el filo del mundo, capaces de la mayor de las entregas por permanecer juntos. Abismal, turbadora y kamikaze.

dejame entrar

La segunda es la clásica, contenida y a la vez insoportablemente romántica Los puentes de Madison. La peli de la Streep y Eastwood me parece la mejor historia de amor dialogada del cine, la más ajustada en lo que dice y lo que no dice para expresar genuinamente la naturaleza del amor. La más valiente a la hora de acercarse a esa fina frontera entre lo auténtico y profundo y lo edulcorado. La mejor para salir victoriosa de esa prueba titánica.

Leía este verano dos libros que me planteaban de nuevo la misma dicotomía en la literatura. El primero se llama Donde el corazón te lleve de Susana Tamaro y fue un enorme éxito en los primeros noventa. Me encanta su primera parte donde una abuela, a modo de epístola, expresa magníficamente el sentimiento de amor hacia una nieta que por circunstancias de la vida ha debido cuidar desde que ésta es niña. Me resulta una de las más bonitas explicaciones de lo que el sentimiento de amor significa-esta vez no desde un punto de vista romántico-pero si cargado de una hondura de matices, recovecos y sensibilidades que pocas veces he hallado en la ficción escrita.

donde el corazon te lleva

Contrastaba mi pensamiento con el plomizo y pedante ejercicio intelectual que me parece Los enamoramientos, el celebrado libro de Javier Marías, que de tanto incidir casi a modo de ensayo en los racionales de ese proceso primero del amor, resulta académico, frío y desapasionado. Finalmente aburrido y pesado. Y sentía de nuevo la dificultad de haberme emocionado con alguna historia de amor con mayúsculas entre las páginas de una novela.

Siempre me resultó mucho más divertido Cien Años de Soledad que la admirada El amor en los tiempos del cólera, que a mí me parece cansina y larguísima; he leído magníficas historias tangentes al amor como el obsesivo El túnel de Sábato o la primera parte de esa magnífica Rayuela que es más un canto de admiración que de amor real. Incluso uno de mis autores favoritos Raymond Carver en su libro de relatos De que hablamos cuando hablamos de amor, tiene enormes dificultades para contar sobre lo que realmente desea hacerlo.

Ninguno de mis libros favoritos habla de amor. Ni uno sólo.

Imagino que de aquí saldrán mil opiniones que en ningún caso coincidirán con la mía o que en algunos provocarán la sorpresa. Seguro que en esa lógica se encuentre la explicación de que al menos a mi me parezca tan difícil encontrar una manifestación artística redonda que hable de lo que más nos importa, porque quizá sobre esto, el valor de la palabra tenga el peso de una pluma frente a los congojos amontonados en la tripa. O quizá yo no haya visto o leído lo suficiente.

Binoche y lo marciano

Encuentro por casualidad, en la Noche Temática de la 2, un marciano reportaje sobre Juliette Binoche. Adoro a esta actriz francesa desde que me hiciera descubrir ese otro tipo de cine con Azul. No podré olvidar jamás la imborrable sensación de ese ritmo sosegado en el rodar y esa inigualable banda sonora adornando la metafísica del genio polaco Kieslowsky. Ese dolor intenso y esa mirada perdida dentro de una piscina infinita. Como una bofetada en el corazón, un latigazo de verdad.

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El programa gira en torno a la naturaleza creativa y ligado íntimamente a él sobre la personalidad de la antidiva francesa. Con un plano fijo a su cara lavada, ojerosa y sin artificio alguno, Binoche se desnuda metafísicamente explicando su modo de abordar la interpretación, repasando los complejos y a la vez sencillos procesos vividos con cada uno de los directores de su carrera. Lo hace desde retratos a carboncillo de cada uno de ellos, que tratan a modo de cincel  de dibujar la personalidad de los mismos, de conformar como plastilina maleable la suya propia. Es emocionante y pasmoso descubrir en un programa de televisión esta intención tan genuina e intensa de hablar de algo que a la mayoría de la gente no deja de parecerle pedante, forzado o simplemente intragable.

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A mí me coge del estómago y me deja ante la pantalla la hora completa. Prefiero no pensar por qué, pero vuelvo a moverme entre la envidia y el pasmo. La protagonista de El Paciente Inglés intercala a la vez números de baile que intentan completar la cascada de sentimientos que explica tras cada uno de los dibujos. Imagino una audiencia infinita y un buen vaso de whisky para sobrellevarlo y sin embargo no puedo dejar de escuchar. Tiene el reportaje, como ya alguna vez dije, ese admirable elemento francés de hablar de manifestaciones culturales o intelectuales sin complejo, sin caer en la astracanada o en la ironía para intentar restarle fuerza o alejarlo del compromiso de quien lo ve. Habla de lo que habla y lo hace a tumba abierta. Para raros.

Veo sus ojos curiosos, alocados, tristes cuando habla del temperamento discursivo de Techiné, el maravilloso director de esa otra joya del mismo tiempo que es Los Juncos Salvajes, la emoción al borde del llanto al tratar de explicar la intención de despojarse, de anularse para el personaje de Los Amantes du Pont Neuf de Carax. Como una caída libre hacia la mera experimentación, hacía los límites de ella misma. Y me vuelve a conmover, a reducir las tripas.

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Pienso en la naturaleza de lo raro, de lo marginal. En la incomprensión de lo diferente y en el supremo valor de que exista en una cultura de pilares racionales y objetivados. En la maravillosa necesidad del arte y de los artistas. En la absoluta obligación de su defensa cuando son ciertos, cuando esa frontera entre la locura y la creación es tan fina que en momentos excelsos nos regala  preguntas para la vida. Preguntas de verdad.

Por el reportaje pasan en blanco y negro bocetos de Haneke, Kiarostami, Godard, Guitai,Minguella. Historias de hombres excepcionales de morfologías complejas, esculpidores del alma de  esta mujer con manos de panadera y mirada kilométrica que es capaz de explicar todo con palabras, dibujos y un mero gesto. De esta alocada y valiente intérprete, perfecta para regalarnos verdad sin red ni artificios. Tan marciana como necesaria hoy en día.

PD: Me molesta, pero no tengo ni puñetera idea, de donde ni como, podré recuperar el reportaje para guardarlo siempre.

 

De vuelta al otoño capitalino, tres nuevas recomendaciones gastronómicas de locales no obligadamente recientes, pero que dejan claro que comer en Madrid sigue siendo un magnifico placer si uno no equivoca su elección entre moderneces a medio cocer y “musts” del petardeo . Si uno no sucumbe a la llamada a la oración del snobismo paleto, y sortea la concentración de  aspirantes a nuevos ricos en crisis. Si se olvida de García de Vinuesa, los Gvines, las  lechugas de diseño y los sushis de tortilla, que tiene cojones…

En Conde Peñalver 86, Paco Quirós ha abierto hace poco más de un año uno de las barras más creativas de la capital, Cañadío.

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Excelentes pinchos con el punto exacto de sofisticación, un tratamiento perfecto del producto y unos sabores reconocibles y nítidos. Su local, concebido como una zona  de entrada para tapear y un restaurante donde comer de modo más tranquilo y formal, ha ido creciendo en público por el efecto boca a boca , hasta terminar el verano como una de las terrazas más agradables y solicitadas de la ciudad. Llegado el otoño, es mejor aparecer alrededor de las nueve para hacer presa a alguno de los contados taburetes y disfrutar como en si en palco del Bernabéu se tratara, del festival de cocina en miniatura que se cuece aquí.

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Magnífica y poco hecha su tortilla de patatas y pimientos, espárragos envueltos en tempura con crema, suaves y crujientes; pinchos de pulpo en su cocción perfecta y así innumerables creaciones en un local muy animado donde tomar igualmente una buena copa. Los precios son ajustados y los camareros encantadores.  Como asignatura pendiente, visitar su bonito comedor con cocina a la vista, como marcan los nuevos cánones.

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Mucho tiempo llevábamos queriendo visitar Sacha. Pues bien, el precioso bistrot de Sacha Hormaechea, nos dejó sin elogios. Una sosegada parada en el tiempo en este comedor afrancesado, a camino entre un coqueto local francés y un salón de casa repleto de recuerdos. Ambiente más que cálido y un local que se define en su entrada como Botillería y Fogón (moderneces fuera). Por su ubicación,  en un recodo de la calle Juan Hurtado de Mendoza 11, Sacha parece escondido como no queriendo hacer demasiado ruido, no dejarse descubrir cobijado por el jardín que protege su preciosa entrada. Camareros con edad y chaleco de los que no dan ni amor ni desconfianza, pura profesionalidad de vieja escuela. Candelabros y paredes en azul, vajillas clásicas, cuadros de gastados marcos en ocre. Una más que tradicional barra de licores al fondo, dibujada entre una luz tenue buscadamente romántica.

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La comida es un homenaje a la delicadeza y al sabor. Sin más aditivos. Excepcionalmente ligera su falsa lasaña de changurro, de pasta finísima que parece confitada en oro por un magnífico aceite, con la justa guindilla y un suave y sabroso marisco. Imbatible la tiernísima y hecha en su punto, ventresca de atún, repleta de aroma y matices. Posiblemente, como el steak tartar, la mejor que he comido en Madrid. De este último, suavidad, gustosidad, frescura, de un aderezo ligado y redondo, excelso para acompañar por unas patatas fritas con ese  aceite milagroso.

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A los postres, sublime tarta de manzana con crema inglesa. Clásica, amarga y juguetona en el paladar. Tarta de abuela sabia para este local de otros códigos y otro tiempo. Absolutamente imprescindible para conquistar o ser conquistado.

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Finalmente, una confirmación. Un paso o tres adelante del mejor restaurante temático de la ciudad. El Cheese Bar de Poncelet en José Abascal 61. Abierto hace tres años al albur del exitazo de la increíble tienda de quesos de la Calle Argensola, en nuestra primera visita, el Cheese Bar era el mismo local moderno de maderas claras, con ese aire más escandinavo que quesero, límpido, funcional y correcto. El servicio, aún en fase de ajuste, desentonaba en ocasiones y la carta no era más que un complemento poco trabajado de sus sensacionales tablas de quesos.

Esta semana hemos descubierto un magnífico local, con la misma amplitud y originalidad de su inauguración y tal vez con ese pequeño pero de su excesiva frialdad en el ambiente, quizad buscado. Sin embargo, su carta gastronómica ha crecido exponencialmente. Multitud de platos, entrantes, acompañamientos, opciones para queseros y menos queseros. Un espléndido abanico de opciones alrededor del elemento rey en la casa.

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Obligadas las degustaciones de sus magnificas tablas .Probamos dos tablas de seis quesos- en parte a nuestra elección, en parte bajo el criterio de sus maestros queseros que trabajan tras una muy amplia y a la vista barra circular. Antes, croquetas doradas de suave queso, perfectamente fritas, excelsa burrata con atún rojo, bombones de foie y mascarpone que se deshacían en la boca y originales cocas de vieras, verduras y queso crema, crujientes y ligeras a la vez. Mucho más que hace tres años.

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La carta de quesos sigue siendo mareante y es mejor dejarse aconsejar por los especialistas. También hay cartas del día o por países, Cualquier idea es poca para facilitar la labor dentro del festival. La carta de vinos tan amplia como la primera y los postres al mismo nivel. Y para los horteras además enfrente está el MOMA y toda su gente….

Niños y cocodrilos

El lago Tonle Sap es una de las mayores extensiones de agua dulce del mundo. Situado junto a la capital “de facto” de Camboya, SiemReap,  donde cada año viajan  millones de turistas para admirar los fastuosos templos de Angkor, el lago baña la vida de miles de personas entre palafitos inestables y dolorosos y barcazas de madera salpicadas por pescados autóctonos de venta ambulante.

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Un occidental visita el lago porque tiene una tarde libre en el maratoniano recorrido que va desde el refinado y sensual Angkor Watt hasta el enigmático y epatante templo de Bayón. Y es aquí, junto a estas aguas, donde aislado del manido y no por ello menos espectacular ritual turístico, descubre algo de la realidad de la pobre y agrícola Camboya. Tan devoradora.

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En el Tonle Sap las gentes deambulan en sus barcazas entre el reclamo turístico de los dólares culpables y  unas puestas de sol que por insistentes dejaron de ser mágicas incluso para los ojos más jóvenes. En este lago inmenso se sobrevive antes que nada y el hambre no liga bien con la poética de postal o el descubrimiento del alma del viajero blanco. Y eso uno tarda muy poco en percibirlo

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Cuando un niño de ocho años se sube a una barcaza de europeos y practica un masaje de espalda con sus pequeñas manos, no busca el disfrute del cuerpo o la distensión de los nervios, busca un dólar. Cuando una niña aun menor, sonriendo, salta a la misma barcaza con una nevera de refrescos,  no piensa en que la cocacola sacia la sed ante el  húmedo calor camboyano, piensa en un dólar. Cuando la contemplación maravillada no se permite a este lado sin suerte del mundo, la lírica se disuelve entre pupilas amables y amargas, inocentes y soñadoras, hambrientas de juguetes y helados. Y entonces importan  un dólar, dos dólares, tres dólares.

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Hay en el recorrido en el Tonle Sap un espacio recio y vigoroso donde las gentes venden camisetas de pegatinas humedecidas que se rasgan como el orgullo de quien implora durante horas. Un lugar, donde adormecidos, se muestran una decena de cocodrilos silentes con sus majestuosas cabezas ligeramente alzadas sobre el marrón del agua estancada; valium de fauces un día salvajes, eternamente en coma por el calor y los flashes de las cámaras no atendidas.

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Me resultan estos reptiles la metáfora de estas aguas, aprisionadas también. Las mismas que en los meses de monzón crecen con tal fuerza que en su contacto final con el mar son rechazadas de forma obstinada, tomando la dirección opuesta a la  de su corriente ,obligadas a regresar sobre sus cauces para inundar estas tierras inocentes. Entre la catástrofe y la quietud, entre la beatifica protección de la selva; como si en cada bocanada de agua dulce una jaula fiera y desagradecida las marcase el territorio y las devolviera a su inamovible realidad de un golpe.

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En los escasos metros de sus jaulas de agua, los alligators parecen también los niños asidos a sus mínimas barcas de metal, entre el transporte y el juego, rebotados una y otra vez por la vida como este lago de color poco amable, como las suplicas ante el billete verde y ansiado, como un espejo de un ecosistema que devuelve negativas imposibles de procesar en corazones e hígados tan pequeños

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Pese a todo, hay aún una sonrisa enorme y sincera en estos niños guapísimos, posiblemente los más guapos de la tierra. Una sonrisa amarrada a la inocencia de los límites estrechísimos de una mirada sin excesivo horizonte. Acordonada al balanceo traidor del mar opulento que devuelve ilusiones entre televisiones que se apagan por generadores traicioneros, sin tripas ni Internet, sin gotas de sal que cambien el gusto, sin cocacolas sólo para ser bebidas. Así, en el Tonle Sap los niños miran a los cocodrilos sin el asombro miedoso de los niños yanquis o europeos, como si las urgencias de sus expresiones las hubieran guardado hace mucho tiempo para el trueque, para el comercio, para una parada antes del ensoñamiento y el romanticismo del ocaso, muy anterior a los miedos de película entre colmillos angustiosos. Como si el mar les devolviera en brazos hasta nuestros descolocados monederos y solo les quedase la súplica pícara y jodidamente alegre.

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No soy capaz de preguntar el nombre de quien me destensa los músculos con sus dedos de pillo, ni de aguantar más de unos segundos la mirada de la niña descalza y artista que corre para ser la menos tímida, ni del capataz más joven de la tierra que desde la proa salta como un resorte para amarrarnos el barco con los ojos tristes. Imposible.

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De vuelta a Madrid, con escala en China, en un superaeropuerto de diseño calatrávico, dos hermanos chinos de unos  diez años juegan ensimismados junto a mí con dos Iphone cinco durante más de una hora. No puedo verles los ojos porque no miran, porque no levantan la cabeza, como los cocodrilos. En sus otras jaulas.

Aún tengo Camboya metida dentro.

 

Fotos: Cortesía Conchi Ortiz

No reconocimiento

Recuerdo nítidamente la noche en la que empecé a notar que me estaba quedando calvo. Estaba en Munich con unos amigos en una discoteca de esas de música industrial de principios del 2000 donde triunfaba la estética Rammstein y los sonidos ratoneros. Vamos, el típico antro al que nunca habríamos ido en Madrid  pero que tontería obligaba, intentábamos disfrutar como dignos y acomplejados europeos de segunda.

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Fue en uno de esos baños de grandes espejos en los que la extraña turba  contempla las ojeras devastadoras de los excesos premañaneros. Allí estaba yo, empapado de sudor, tratando de enjugar el calor a base de agua industrial del Rhin sobre mi cabeza, cuando aquello clareó hasta la alarma, de un modo hasta entonces no descubierto. Esa típica patada de “verdad verdadera” en la geta que de repente te vuelve sordo para ensimismarte en tu propia desdicha. Esa no vuelta atrás de la anatomía que te acongoja por minutos y te muestra el camino nítido para el resto de tu vida. Y encima en campo contrario y sin partido de vuelta.

Desde entonces, el jugar con los “mechones” ( pretérito concepto) para cubrir el área, desfilar los extremos para llegar hasta el corner, depurar el tapete, no celebrar conciertos para evitar calvas. Ese deseo de mudarse a la Peineta que nunca llega. Hasta hoy

Viene al patatal el recuerdo, observando a Mario Conde en la televisión. Defendiendo una vez más su historia de ángel caído del sistema opresor que no permite a los Robinhoods sin cuna acceder a las mieles de una sociedad libre y capitalista. Contemplando cómo en los últimos años su ineptitud para reconocer lo conocido, su papel más de villano que de victima, no es capaz de entender su imagen en los ojos de todos aquellos accionistas que le habrían pasado la pesada gomina por los mismos cojones.

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Leo en la prensa que el monstruo de Córdoba sigue sin reconocer el crimen abominable de sus dos pequeños hijos, que los Hermanos Musulmanes y Mursi no reconocen el gobierno de los militares laicos, que Rajoy y De Guindos siguen sin reconocer que el paro baja pero no se contrata ni un currito más, y me acuerdo de Mourinho en su discurso barato tras la final de Copa sin reconocer su fracaso, de Zapatero sin reconocer la crisis, de mi mismo sin reconocer esos “remolinos” de menos.

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Vivimos en la sociedad del no reconocimiento. No reconocemos fobias, adicciones, complejos; por no reconocer, algunos no reconocen siquiera el lugar donde viven por no parecer desclasados o demasiado ricos. Aficiones de dormitorio, filiaciones televisivas mal vistas, años en el calendario, falta de talla intelectual. De alguna manera la cultura del no reconocimiento es la cultura de la falsa y autoimpuesta perfección cotidiana, la exigencia de héroes de andar por casa y superpoderes comprobables cada media hora. Y las capas intuyo, casan mal con las inercias y las miserias semanales.

En cualquier empresa u organización actual el reconocimiento de un error o de un  fracaso se entiende como la antesala hacia la puerta de  salida o la caída en desgracia en la carrera profesional. Esa creencia de la no responsabilidad en los fallos, mueve muchas veces a la inacción, a la no asunción de riesgos, al no salir movido en la foto, a buscar culpables en los aledaños en el mejor de los casos, en el más cercano en el peor.

Y en nuestra historia de día a día nos damos así de bruces con una Gran hermano mas  poderoso que establece las costumbres de un modo soterrado y sordo, como el avance silencioso de una lengua glaciar aunque sin azules admirables, ni blancos karmicos. Un poco venerable instructor  que nos agarra la garganta y susurra.

-No fuiste tú joder, que ganarás mostrándote vulnerable. Los demás no lo harían

Así, en el desarrollo de este trasunto irracional descubrimos que nos despojamos cada vez más de la esencia de aquello que valoramos, de nuestra condición de personas con matices, debilidades, imperfecciones y taras. Maravillosos defectos que nos devuelven a la amabilidad de un gesto inoportuno, o de una sonrisa grande. Y de ese modo nos parece como si en cada uno de esos casos observáramos milagros mas que cotidianidades,  descubrimientos más que normalidad, películas de ciencia ficción que nos dejan la boca abierta.Sorpresas, sorpresas Y seguimos rodando.

Sin autocrítica  el problema del no reconocimiento va más allá de la mentira, pues a los ojos de los demás el que no reconoce lo obvio además de mentiroso es tonto.Y así imagino  vamos intentando que la tontería no nos salga por la nariz de un estornudo, o se nos quede atascada en el medio de una frase supuestamente brillante, o en los bordes de las pestañas mientras ponemos ojos de cordero por las injusticias de los Fmis, de los Marianos Rubios, de la UEFA, del stress, de la falta de ejercicio,  del exceso de gomina que te mató la raíz capilar, de que fueses un mandado vendiendo preferentes a ancianos.

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Fernando Alonso nunca entenderá porque en España se adora a Nadal y a Del Bosque mientras muchos tuercen el gesto al referirse a él. El coche se ha roto demasiadas veces por culpa de la mala planificación en pista, por un fallo mecánico, por un mal repostaje, porque querían más al otro piloto, por las ruedas, los alerones, el KERS y la novia de Hamilton. Don Vicente nunca preguntó porque el campo se le iba despejando dejando a los lados solo arcenes de Grecian2012. Un día salió en una rueda de prensa y reconoció que ellos habían sido mejores. Sin más.

Decía un antiguo profesor que ET se había convertido en un éxito planetario porque Spielberg había sabido transformar una peli sobre un extraterrestre feo y bajito en la historia de un niño que protege a un amigo. Contaba, que la capacidad del director de Tiburón de elevar a la máxima expresión un sentimiento tan reconocible y valorable como la amistad, encarnada además en una figura tan querible como la de Elliot, había dado la vuelta a la historia de las pelis de marcianos.

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Esta semana moría en Roma el maravilloso James Gandolfini, culpable de la creación del para mi mejor personaje de la historia de la televisión, Tony Soprano. Venía a cuento la referencia anterior pues creo que con Los Soprano ocurrió algo semejante a la historia de Elliot y ET. La diferencia es que si bien en el primer caso se podría atribuir la culpa en casi un cien por cien a Spielberg, la misma responsabilidad se puede decir la tuvo en el segundo, no el director de la serie, sino su intérprete principal, Gandolfini.

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El gordo Gandolfini convirtió el sólo una apuesta arriesgada de una cadena en crecimiento, HBO (recordemos, demasiados referentes cinematográficos sobre los que establecer comparaciones –Padrinos, Goodfellas– una nada comercial ni familiar idea la de una serie de gangsters italianos) en un éxito monstruoso de proporciones universales, en uno de los productos más exportados de la historia de la televisión, en un icono moderno.

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Y creo que se dio así porque la gente entendió el personaje de Tony como parte de sus contradicciones, de sus miserias, de sus alegrías y de sus anhelos. Viajando del tan lejano personaje de un gangster de apariencia ruda y bestial que imaginábamos capaz de destrozar la cabeza de un traidor con sus manazas, hasta aterrizar en  la vida de ese tipo sensible y psicótico, capaz de entrar en depresión por unos patos viajeros o de hacer de la vida un festival por un plato de albóndigas caseras.

En Tony Soprano– quizá el personaje con más matices y aristas de la historia moderna de la televisión- había un pedacito de cada uno de nosotros y a la vez un resquicio de todo aquello por lo que luchamos no ser. En esa dicotomía diabólica entiendo que se basó el triunfo absoluto de la serie.

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Con Tony sufrimos traiciones de amigos, y chantajes emocionales de hijos y familiares; paranoias propias curadas a golpe de diván, atracciones peligrosas y familias celebrando barbacoas, desvelos por la prole y mareos por el exceso de responsabilidad, lágrimas por lo que se van y por los que no fueron lo que creíamos que eran, amores románticos y partidos de fútbol entre cervezas, fantasías y orgullos, ganas de volver a ser niño y regresar a un pueblo con un playa grande junto al sol. Y de aquella manera casi nos olvidamos que aquel tipo rudo de ojos tristes al que llegamos a querer sin reparos, era capaz de estrangular a un enemigo con un cable metálico o de despedazar con una sierra metálica a un traidor o de no perdonar un  duro de una mordida. Porque eso David Chase se encargaba de recordárnoslo oportunamente para que no nos pusiéramos demasiado tiernos ni perdiésemos la perspectiva, para hacernos más dependientes de esa droga por capítulos de la que no nos constaba reconocernos adictos.

Tony Soprano es la demostración de que en toda obra artística lo impredecible es básico, en que el misterio hacia la evolución de ese adorable gordo cabrón nos cogía de la garganta y nos dejaba ante la pantalla horas y horas,  emocionados y boquiabiertos. Y la constatación de que encima no sabíamos porque sucedía.

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Los Soprano eran  las antípodas de esos telefilmes de Antena tres de final consabido y sonrojante o de las pelis románticas industrializadas donde todo lo conocemos nada más empezar. Como en un espejo de la existencia misma, allí no estaba el blanco y el negro que tan pocas veces aparece, sino los cientos de matices de grises jodidamente difíciles, los pasitos adelante y atrás, los miedos y las risas, las victorias y las frustraciones. El arte y la vida con maýusculas

Gracias por tantos momentos de felicidad, gordo cabrón.

Hay ocasiones en las que una visita a un restaurante se convierte en una experiencia que trasciende lo culinario, en un homenaje a los sentidos. Si además en ese restaurante ponen  todo el cariño del mundo para hacer sentir al visitante privilegiado y único, lo que queda antes de salir por la puerta, es dar las gracias, reconocer la excelencia y felicitar a los culpables.

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Eso es Coque, el magnífico restaurante de la familia Sandoval en el improbable destino gastronómico de Humanes, un pueblo al sur de Madrid. Concebido como un oasis del buen gusto en el lugar donde nacieron sus dueños, Coque es la evolución del negocio familiar llevado a las últimas cotas del refinamiento sensorial.

Coque es el orgullo de hacer de un pueblo insustancial, una obligada parada turística. Obligada entiéndase siempre que el bolsillo permita tamañas alegrías. Cumpleaños y generosidades de mi “otro yo” lo permitieron esta vez.

Coque es la coherencia de trabajar sobre productos que nacen al lado de sus mesas. Verduras sublimes del huerto familiar potenciadas en sabor al extremo de resultar inolvidables. Coque es el respeto a una historia y una tradición sin renunciar a la más absoluta modernidad en texturas y presentaciones y a la vez sin pretenciosidad ni vacios artificios de chef catódico.

Y además de todo ello, Coque es el cliente en el centro de todo. Y así la visita a su restaurante se convierte en una celebración que va de lo lúdico a lo didáctico, de lo imaginativo a lo terrenal, de la sorpresa a la admiración con mayúsculas. Una irrepetible sensación de ser dado de comer como un dios.

La visita está concebida como un momento para conocer que es este lugar, cuáles son sus bases y el por qué hacen lo que hacen; todo ello sin apartarse ni un momento del objetivo de  garantizar el goce del comensal, boquiabierto desde la entrada por su abigarrada puerta.

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En un recorrido lleno de sorpresas, comenzamos visitando una moderna y delicada bodega de suelo de cristal. Diseño limpio y minimalista donde reposan cientos de etiquetas a los ojos del cliente, a sus pies en algún caso. Botellas de todas las denominaciones de origen imaginables, añadas de hace más de un siglo, incunables del vino. Al fondo un barman oficiando tras una barra, prepara un coctel al instante. Sensacional y suave gintonic, sobre un delicado helado de lima que llega burbujeante al paladar. En mesas con dos sofisticados taburetes de diseño presentan una preciosa jaula de cristal, dentro de la que reposa un árbol de ramas metálicas en la que cuelgan cinco irresistibles aperitivos. Espumas de vino que se deshacen en la boca, una falsa corteza de cúrcuma, bombones de foie. Enamorados desde el comienzo.

Tras ello un camarero nos invita a tomar un ascensor con parada en  el corazón de Coque; su cocina. Aparecemos en el escenario donde surge todo. Unos diez cocineros afanados en el desarrollo de los menús, perfectamente ataviados de blanco impoluto operan delicadamente ante nuestros ojos. A los mandos el televisivo Mario Sandoval que nos saluda y charla con nosotros por unos minutos, sin prisa.

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Nos explica cómo funciona su casa con la calidez de quien maneja todos los resortes del trato personalizado con cada comensal. En el momento un aperitivo hecho in situ  termina el primer  acto. Una sardina parrocha presentada en lata de conserva con tomate confitado y ahumada en el acto con  un soplete que potencia el elemento mágico de la representación. Intensidad de sabor.

Nos despedimos de Mario y bajamos al comedor principal, donde el clasicismo cromático se funde con una apuesta de formas sencillas y agradables.  Nos disponen una mesa junto a un ventanal y elegimos el menú largo sin maridaje, que caben varias opciones. El precio es un escándalo de 110 €, pero una vez es una vez y ya subyugados es difícil decir que no.

Los platos van sucediéndose cadenciosos, acompañados de una explicación que a veces se hace necesaria para comprender el modo de saborear cada sorpresa. Bonsais de olivo de falsas ramas que son snacks de aceituna, excepcionales composiciones de verduras que resultan cuadros abstractos en el plato, de absoluto sabor y olor; recipientes de dobles fondos para comprender el bocado según se degusta, mariscos intensos, mar, juego, sorpresa. Vamos llevados de la mano por los quince inventos  adicionales en una balanza perfecta entre los entrantes más ligeros y las carnes más contundentes. Platos que no chirrían por su escasez, sino que permiten tomar plena noción de sus elaboraciones y matices.

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Sinfonías de crustáceos, gambas que sangran sobre epatantes y crujientes salmonetes, venado, cochinillo, ternera, espárragos, guisantes, zanahorias. Ensoñación.

A los postres descendemos a un nuevo comedor de marrones cálidos y butacones que parecen adormecernos. Bebidas añejas sobre vitrinas en elegante bengué. Luces atenuadas. Un suflé hecho en directo, texturas de chocolates, maracuyás, petit fours  sin fin…Cafés.

Llegamos al final con el asombro en la garganta y el convencimiento de la justicia de nuestro zarandeado bolsillo. Con la certeza de haber disfrutado de eso que llaman “algo más allá de la gastronomía”, con la voluptuosidad de los sentidos abiertos en canal por las manos de este equipo de magos que hacen honor a su fama de niños prodigio, a su condición de prestidigitadores de las emociones. Un diez.

Alguien dijo que los paraísos mayores son los más cercanos , los más fáciles de convertir en rutinarios y asimilarlos como propios, los no por escondidos capaces de alterar nuestra alma sin discontinuidades, con un cierto halo de pertenencia.

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Hace unas semanas descubrí con mi alter ego, uno de esos paraísos a los que quiero volver para quedarme un trozo, para despojarlo de magia y llenarlo de agujeros de asombro, de partículas de ensimismamiento, de silencio.

En los ya lejanos noventa un anuncio de coches regaló al público, un abuelo que entre muros de piedra y pucheros  quedaba asombrado ante la visita de los dueños de un robusto cuatro por cuatro y preguntaba aquello de “¿Y Franco que dice de esto?” “¿Y el Madrid otra vez campeón de Europa?”.

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Aquella escena, contaban los realizadores del spot, había surgido tal cual, sin más artificios que el permiso posterior para grabar una conversación espontanea y entrañable de un señor que no había salido de su pueblo en al menos 30 años. Ese señor vivía en uno de los denominados pueblos negros de Guadalajara, ese cercano tesoro de tranquilidad y belleza que en respeto a su aislamiento muchos, hemos tardado en descubrir otros treinta años ó más.

La denominación de esta amalgama de aldeas del Norte de Guadalajara, proviene del uso casi exclusivo en la construcción de sus casas, de la pizarra; material omnipresente en su paisaje que forma cortantes montañas rodeadas de hayas y pinos,  colosos que en la primavera y el otoño dan a estos pueblos, a más de mil metros de altitud, un aire de señorío y altivez, una suerte de trono inaccesible a la espera o de vuelta de los mas fríos inviernos de la península, esos que obligan a almacenar fabadas de nuevos anuncios, emociones que se congelan en la meteorología adversa del tiempo.

A los pies del pico Ocejón, que desde su majestuoso mirador nos llevará por las sendas del Macizo Central hasta La Pinilla (aquí se acunan los pueblos del sur de SegoviaRiaza y Ayllón, entre plazas con solera y lechosos y crujientes borreguitos de sueño eterno en un plato) nos encontramos con aldeas salpicadas entre valles, deliciosos ejemplos de armonía arquitectónica y cromática, frías fachadas de piedras en gris que se esconden entre álamos y chopos que las protegen, que se extasían con su serenidad.

El camino empieza  en  el pueblo de Tamajón. Un recorrido para el goce de motoristas y conductores sensibles que va dejando atrás bosques territorio de zorros y corzos, abrigo de cazadores de madrugada y ermitas del primer románico, pasos de otro tiempo enmarcados en un aroma de tomillo y chimenea.

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Hay muchos pueblos después y algunos de excepcional belleza, como Campillo de Ranas, al pie del coloso, intrincado de forma salvaje entre la frondosidad de sus campos, de casas bajas que en sus tejados oscuros se confunden con el verde de la naturaleza desbordada, de calles serpenteantes y  coquetas plazas conformando una bucólica estampa de sonoridad infinita, de amores atemporales por celebrar

Pasando por Majalrayo, recio y elevado a los pies del río, de hogares antiguos y tradiciones. Orgulloso en el sostén sus muros tras inviernos que aquí dicen no son lo que eran, humeante  en su despertar a los primeros rayos de sol que aquí parecen de una intensidad despojada de filtros urbanos.

Y terminando en Valverde de los Arroyos, en lo alto de una colina, divisando privilegiado la montaña, dándole la mano desde sus prados impolutos, perfecto balanceo para el descanso sin aditivos, bañado por cascadas que en afán de anonimato solo son chorreras, como si entre sus parroquianos hubiesen decidido que el gran público no les perturbe, negándoles la importancia de su inconmensurable belleza.

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No dejamos de admirar en cada uno de ellos, el funambulista ejercicio de su piedra oscura para tallar irregulares estampas de construcciones que acunan nuestra mirada entre la tradición y el diseño, entre la grandiosidad de la naturaleza aquí agreste y la maestría del hombre que la domina y la embellece; en el equilibrio inestable de formar parte de estos parajes sin alardes, con el respeto de quien contempla un lugar privilegiado y comprende que solo puede tomar parte desde la simetría imposible, desde el cincel de quien moldea la piedra para tallar un efebo y luego esconderlo, como si en cada uno de aquellos ancianos de anuncio se guardase el espíritu de quien balbucea sin saber que contestar, con la media sonrisa de quien guarda el mejor de los secretos.

Y ese mismo camino de sorpresas nos lleva hasta su mejor bosque, ese infinito Hayedo de la Tejera Negra, excelso en otoño y alegre y colorista en primavera.

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Dueño de rutas circulares junto a un rio juguetón y truchero,  oculto y visible a los pies de las hayas, enormes, singulares, refinadas, dándonos la bienvenida como si en el tiempo de espera nos hubiera construido un pasillo mágico de columnas delgadísimas que llegan al cielo, serpenteando con sus hojas entre reflejos dorados de un tintineo de sol, haciéndonos sonreír.

Madrid 1987

Ambivalencia. Un paseo entre la admiración y la repugnancia, entre el aplauso y la nausea. Diferente, atrevida, valiente y fallida. Eso me parece, Madrid 1987.

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Lo bueno de Canal+Yomvi  es no tener que ver cine absolutamente novedoso. Quiero decir, hacerlo con cuatro o cinco meses de diferencia, con la suficiente distancia para que publicidades, entrevistas, alfombras rojas y guiños de amiguetes no interfieran en las sensaciones. Además permite el sano ejercicio del escape de todo aquello estrictamente de moda; locales donde ir, películas que ver, canciones que escuchar. Como una especie de disfrute a contracorriente o de postureo anticomercial. Y solo cuesta 20 euros al mes.

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Lo malo es que en los maravillosos Ipads la imagen de vez en cuando se para y uno se cabrea con el mundo y con Telefónica que para eso no es quien me paga y del que depende la vieja central telefónica que me jode los nervios. Sin embargo hay algo en esa experiencia que devuelve el cine a su esencia primera, a la pintura, a la fotografía, a las imágenes quietas donde descubrir los matices de la actuación, la dificultad de los gestos medidos buscando sentimientos, la naturalidad de aquellos que interpretan como funambulistas sin red, como concertistas de violín sin margen de error, como amasadores de pan de amaneceres.

Eso me ocurre en los primeros minutos de Madrid 1987, la última peli del pequeño de los Trueba, David. Contemplo el rostro castigado y sabio de Pepe Sacristán al que sin voz parecen acabársele los recursos, como si tornara en un secundario más, desprovisto de esa actuación tan discursiva que uno no sabe si viene del texto o de los colores de su garganta. Y veo la cara perfilada de María Valverde, sus perpetuas ojeras y esa mirada entre el desvalimiento y la picardía de la más lista de la clase- lejos aquí de sus esforzadas recreaciones para adolescentes junto al insufrible buenrollista de Mario Casas, ya en novio ficticio o real, agarrado a una moto o a un coche furioso y copión de lo más yanqui; bajando de esa mula guerro-civilesca de la que uno cree que en cualquier momento descabalgará un Hombre de Paco o un naufrago de un barco.

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María tiene ese rostro que uno asocia al canon de belleza de una generación, entre la soberbia y el desvalimiento, como una Kate Moss hispana entre la intelectualidad y Calvin Klein, entre la sosería de Hoss y la valentía de una niña de colegio de monjas cogida a la espalda de un  motero.

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La historia me recuerda lo que aborrezco las pelis discursivas- inevitable aquí en ese viaje entre Sacristán y el a todas luces reconocible retrato de Paco Umbral en su vena más verborreica y pedante. Me devuelve a ese Martin Hache de Aristarain que tan lejos me pareció siempre de una mis tres pelis favoritas de todos los tiempos. Ese sensible relato llamado Un lugar en el mundo, donde el maestro Sacristán se comía la pantalla cuando sugería a borbotones en ese espléndido retrato de amores soterrados con Cecilia Roth.

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Chirría además el acercamiento a una historia, que en la genealogía fraternal de los Trueba,  es dulce y casi místico en El artista y la modelo de Fernando y que aquí se convierte en un tufo pretencioso para pajilleros cool, con aristas que si fueran escritas o dirigidas por alguien más allá del protegido mainstream de la progresía patria, acabarían en apologías de temas más que escabrosos. Ese enfermizo encierro entre el crepuscular periodista y la estudiante entregada, roza escenarios de cierta vergüenza pese a la pretendida verdad o autoexplicación de la historia. Desbarra y da un poco de grima.

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Sin embargo e indefectiblemente unido a ello, hay un momento para la admiración de una peli más que valiente que se adentra en escenarios difícilmente defendibles, en el retrato de personajes que buscan una identificación que el director conoce es más que compleja. Y eso me parece honesto y transgresor.

Las actuaciones, en ese fino alambre entre la genialidad y el bochorno, dan verdad a un texto más teatral que cinematográfico y que se mueve siempre en el balancín de lo irrisorio, en la apuesta de un francotirador con poco complejo, si acaso  el de no resultar excesivamente sensible a base de referencias de putas, polvos, jadeos y gorilas. Ese sello tan típico de los Trueba de hacer gala de estar salido sin parecerlo demasiado. O al revés.

Así, mas allá de la dificultad del tema, debe reconocerse el maravilloso tour de force entre estos dos enormes actores, tan lejos por edad y tan cerca por talento y la aceptación de que la peli merece un visionado para inmiscuirse en los sentimientos encontrados que el guión genera en cualquier espectador; ese viaje entre la comprensión y la grima que no es más que el principal argumento de cualquier obra artística. Esa idea de remover emociones, generar preguntas. Hacer dudar.

Esto, si en medio no hay pausa para gritar a la madre de Alierta porque el plano volvió a parecer de hace un siglo. Pintado y quieto.

Homenaje al fútbol

Hoy sin ser un buen día, quizá sea el mejor para ello. Como en un homenaje al más irracional de los sentimientos  en este lado del Océano, como una suerte de sortilegio para entender lo inaccesible del pulso acelerado y  los ojos enrojecidos de rabia o  felicidad.

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Tras cinco meses de blog, hablo de fútbol, hablo de mi Real Madrid. Y hablo no solo de mi equipo, que también, hablo de la rabia de mi sobrino tras quince años de derbis fracasados y la furia en el estómago queriendo gritar una victoria imposible, noches sin pan por la decepción y la angustia, ese por qué somos del Atleti en el ADN, dobletes, elefantes, finales europeas, Falcao y Forlán balones de oro, cabrones riéndonos de las copas de Ferias, abuelos de la mano de sus nietos en la cabalgata del Emperador de las piscinas y los bañadores hasta las tetas. Hablo de ese anuncio de alcantarillas y “monos”, hablo de un himno sabinero que nadie canta, pues el otro es mejor, es más bonito.

Y pienso en un  amigo recordando la Gabarra en la ría con sus catorce de soberbio y vacilón orgullo, llorando por una maldita Juve destrozando un sueño europeo. Como una bofetada primera antes de crecer.

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Y en Giraldas betiqueras, cubiertas de arte en las fintas de Joaquín, en las copas ganadas a ritmo de palmas, en la envidia a ese Palop regalando UEFAS, caídos del nido fanfarrón del otro trozo de su Sevilla

Hoy después de ayer, podría volver a sentir los pies apoyados en esa litera esperando la lírica voz de aquel tipo con Santillana y Juanito en la garganta. Goles entre funciones de Quique Camoiras en los descansos, heroicas en Chamartín, regates añorados en la línea de cal, finales a doble partido que ganábamos antes de salir al campo, sueños a la escuadra de un césped recién regado.

Un paseo junto al Retiro y Luis de Carlos en los oídos firmando autógrafos por los goles de ese tipo que hoy habla como un ministro malo, sin decir nada, como si en los quiebros de aquella noche torera y gaditana hubiera vendido el alma a la parroquia y no fuésemos  a devolvérsela hasta un nuevo deleite en pantalones cortos , sin corbata ni micrófonos, solo por chicuelinas.

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Lloros, angustias, patadas y puñetazos. Cenas sin terminar y remates que no entran. Milán , Eindhoven, Milán. Humillaciones en una mano, premonitorias de otras. Imposibles que parecían durarían toda una vida. Calor en la pantalla, junios de partidos llenos de sol, brasileños que se metían los goles solos y ligas que se marchaban en avión. Argentinos que prometían devolverlas.

Y entonces ese gol, tan despacio, tan suspensivo… lleno de burbujas en un estómago malo. Champán, lágrimas y semáforos rotos. Volver a casa por las algaradas, Atocha lleno y abrazos, no poder andar, no querer andar, Amsterdam Arena.

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Han vuelto penaltis a Júpiter y maldiciones, décadas de rabia de ramos por Juanitos, furia y segunderos que parecen Concordes agoreros, «molto longos» un minuto tarde. Hemos visto tacones de gafas de pasta y trampolines, ruletas sin rojo ni negro, voleas marcianas y aguanises, ídolos sin alma y gordos adorables. Hemos vuelto a soñar en estar ahí dentro y en  nuestro nombre coreado; no lo explicaremos nunca porque no queremos, infinito y mágico refugio de aquello que en este mundo no se comprende.

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En la Castellana sigue habiendo bolsas de pipas de calabaza y bocadillos de mal jamón. Esas luces encendidas en la mejor guía de nuestro corazón, cogidos del brazo de un niño que empuja corriendo media hora antes de la función. Como si en cada minuto fuera del santuario, se marchase una final Europea o un trozo de nuestra existencia.

Hay lugares que nos gustarían que fueran secretos, propios. Descubrimientos que desearíamos permaneciesen en nuestra esfera mas intima para disfrutarlos sólo cuando y con quien queramos. Playas recónditas, miradores de cine, puestas de sol a medida, pueblos inaccesibles. Hay un trocito en cada una de nuestras almas que nos pertenece a modo de particular usucapión, que decían los romanos. Por la primera conquista, por ser el más listo de los aventureros, el más osado de los sensibles, el más silencioso de los emocionados.

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Imagino que no habré sido el primero en tener esta sensación en Montia– un pequeño restaurante en San Lorenzo del Escorial– que dispara el deseo de resguardarlo, de taparlo con un manto invisible y hacer que lo abran bajo petición, que nos los escondan. Sin embargo me puede el deseo de compartir un proyecto tan personal y admirable y hacer que llegue a los demás. Desde el asombro del envidioso que se siente mecido en esta sala de paredes blancas y maderas cálidas, desde el deleitado paladar de aquel al que le cuenten una historia mientras le arropan entre sorpresas exquisitas, desde el reloj que aguarda una, dos , hasta tres horas para volver a la realidad mucho más prosaica y en blanco negro que el balanceo meloso y juguetón que hay entre sus manteles. Todo eso me habría querido quedar para mí,  pero sus dueños merecen que muchos más  compartan mis emociones.

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Montia es la apuesta de dos- supongo treinteañeros- curtidos en cocinas de relumbrón, investigadores de sabores nítidos en las raíces locales de sus productos, obstinados en devolver sobre una mesa lo que sus tierras más cercanas proporcionan en bruto. Y haciéndolo con la mayor de las delicadezas y sofisticaciones.

Además de  ello, en Montia todo esto se hace a un  precio irrisorio para lo que ofrecen.

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De Montia uno sale con la sensación de haber sido estafado en el 99% de los restaurantes a los que normalmente acude. En cualquier sala madrileña de medio nivel un pescado cuesta lo que Montia ofrece en todo su majestuoso menú degustación. Y como lo ofrecen!!!!

En Montia no hay carta, lo que debe suponer un aviso para aquellos que busquen un lugar al uso donde elegir entre un solomillo y un entrecot. La película aquí no va de eso. Solo recibes dos opciones- un menú corto con tres aperitivos, cuatro platos, una degustación de quesos y un postre- y uno largo al que se le añade un plato y un postre más. El primero cuesta 25 €, el segundo 35. Existe además la opción de un maridaje por 12 € adicionales con vinos curiosos y escogidos con mimo que se renuevan como el menú, con una cadencia casi diaria.

De mi experiencia hace un mes- que en nada coincidirá imagino con la que pueda tener la próxima vez que tengan una mesa libre- sólo puedo recordar acabados sublimes, texturas perfectas y sabores nítidos. Comenzando con una suave cerveza artesana y unos panes ecológicos de primer nivel, hasta tres deliciosos aperitivos donde la interpretación cremosa de un mejillón tigre de toda la vida resultaba epatante. Le siguió una ligera pero llena de sabor ensalada con tomates confitados, crema de queso de cabra y anguila ahumada, para pasar a un sorprendente revuelto de huevo de oca con morcilla, delicado, original y a la vez contundente. Buenísimos bacalaos y rabo de toro posteriores y sublime tras el surtido de quesos de la sierra con sus acompañamientos, el mousse de requesón, con helado de manzana, mermelada de frambuesa y migas de polen de abeja. Un diez como colofón.

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El servicio es esmerado y se agradece la sencillez y juventud de todos los que forman parte del proyecto. El salón-pequeño, solo ocho mesas- original, minimalista pero acogedor, y los detalles de una alta honestidad. Maravillosa agua de la sierra sin recurrir a las no mejores y cobradas minerales de turno, el servicio sin coste y el café  italiano hecho al momento en cafeteras individuales. Se puede pedir más? Es imposible.

Como sigo moviéndome entre la necesidad de este post y el arrepentimiento por ello, no dejaré ni dirección, ni teléfono ni nada más. Solo los elogios, seguro que cortos. Para el resto ya existe Internet y las ganas de descubrir. Aunque os recuerdo que este sitio es mío.

Veo en Internet a Blanca Suarez en la inauguración en Madrid de la nueva tienda de Emporio Armani. Pone caritas junto a un zapato imagino que carísimo; posa divertida junto a una rubia oxigenada y petarda; no para de sonreír bajo su flequillo de niña bien justamente salvaje. La veo en el supercartel del Corte Inglés, en la fiesta de los Goya con bigote, en la mayoría de las revistas del quiosco, en anuncios, en un coctel, en todas partes. Creo que ha dejado de ser una actriz talentosa para mutar en un personaje imaginario dotado de ubicuidad, una especie de Jesucristo con los ojos perfectos y sonrisa profident, un elemento más en ese mundo irreal y antojadizo donde todo parece de plástico y naif.

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No sé hasta qué punto esta chica se da cuenta de todo ello, de la sobreexposición constante y cansina aun en el caso de las caras más bonitas.  Imagino que por detrás, alguien -agentes, representantes, asesores- decidirá de ese modo extraño en que entienden las matemáticas del éxito, asidas sin reparos a los céntimos de sus ojos, a su flequillo guardando cheques de varios ceros, a ese encanto neuronal en pseudodestrucción, avaricioso entre bombones de foie y piruletas de wasabi.

Junto a ella, en lo de la tienda, esa tribu inexplicable de blogueros de moda, a los que uno les gustaría aplicar la terapia de Bardem en No es país para viejos, antes de que salgan despavoridos jurando por la it girl de moda o la madre que la parió. Esos nombres imposibles que escucho en todos lados sin haber demostrado jamás nada más allá de combinar cuatro colores o distinguir un tejido natural de uno sintético. Que cojones.

Una gran amiga que trabaja en esto de la moda se vuelve loca si la mujer de Bustamante lleva una camisa suya. Y seguro que lo hace llena de razón. Del mismo modo imagino que  habrá gente a la puerta de su casa esperando que la siempre educada y angustiosamente perfecta Paula le dedique un minuto de su cuerpo para expandir el negocio. De traca.

De vuelta a casa, un tipo interrumpe el silencio del vagón jurando que ha sido autónomo dieciocho años, que le aterra pedir a gritos, y que lo hace porque no ha querido dejar en la estacada a ocho familias tras la quiebra de su negocio de reformas industriales. El pobre hombre, al que la parroquia escruta su vestimenta no muy diferente a la de cualquiera de los que observamos, nos acerca a esa crisis del vecino de al lado con jersey de marca y zapatos de cordones, de sueños acabados que terminan en un cercanías, de negocios rimbombantes que fueron y que hablan de alicatar baños, cambiar mamparas o atornillar proyectos vitales a cambio de unos euros de perdedor.

Pienso en esta dinámica de ganadores y vencidos; desde el sonido que interrumpe el discurso de este hombre aseado hasta la princesa amarrada a un zapato sonriendo; este teatrillo de luces y sombras que dibuja fronteras tan difusas y acojonantes. Rápidas como tres paradas de Renfe, como el correr hasta el siguiente vagón para repetir una historia increíble.

En el periódico leo como Sara Montiel recordaba haber conseguido su sueño de infancia de haber llegado a ser muy famosa; cómo Margaret Thatcher no volvió la vista hacia sus hijos el día que corriendo tras el coche se intentaban acercar a la que sería la siguiente ocupante de Downing Street. Como si en ese camino no hubiese nada entre medias.

Pienso en que tras cada voluntad obstinada hay un principio de patología, de afecto malentendido, de capricho iniciático imposible de soslayar, de pequeña ventana a la soledad y la tristeza. Pienso en ganar y en perder, en los autónomos atrevidos y las actrices que no comen canapés por la línea. En que nadie pueda ir en Cercanías a una fiesta de Armani y en toda esa gente que le suda los cojones la calle Serrano porque están inventando el discurso de mañana. Como si fuesen Saritísima o la Dama de Hierro. Pero sin focos.

Nunca he sido fanático de series de televisión. Hablo de fanático en el sentido de seguidor incondicional y enamorado, grabador de capítulos en la década anterior o compulsivo recuperador de los perdidos en la actual. Ni he estado jodido por finales incomprensibles e injustos, ni llevé nunca las orejas de punta, ni siquiera de pequeño quise tener un coche fantástico o un grupo de amigos con un colega con collares de oro. Reconozco que no.

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Solo puedo decir que seguí con cierta congoja el horrible crecimiento de Kevin Arnold en Aquellos maravillosos años antes de pensar que iba a acabar saliendo de putas con el falso Marylin Manson judío. Antes de que la voz en off del maldito hijo de Antonio Alcántara nos devolviera la versión cañí y apta para toda la familia del revisionismo histórico de turno.

Amé profundamente la que para mí sigue siendo veinte años después, la serie más moderna, heterodoxa y  envolvente de la historia de la televisión: la TwinPeaks del otras veces críptico e incomprensible David Lynch. Nunca olvidaré el miedo real en el último capítulo. El acojone entre cortinas rojas y enanos demoniacos.

Y muchos años después idolatré a destiempo, quiero decir con posterioridad sonrojante a su estreno en el Plus, las peripecias de Tony Soprano, su mafia, familia disfuncional, fobias y casas de diseño imposible entre albóndigas caseras. Solo eso, prometo que nada más.

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No contaría esto si no hubiese caído en los últimos meses en la más profunda admiración hacia dos series que cuentan historias similares desde acercamientos dispares; dos historias unidas por el invisible cordón umbilical del comportamiento humano en el contacto con el poder y el dinero. Dos metáforas de este tiempo de Bárcenas y ERES, de intrigas de poder y terrenos recalificados, de conspiraciones mediáticas que se adivinan y escándalos imposibles que se transcriben. De todo aquello con lo que nos desayunamos las mañanas en este y el otro lado del océano.

House of Cards y Crematorio tratan de ello. Y lo hacen desde dos magistrales libretos, historias bien contadas y llenas de recovecos y matices, personajes poliédricos que nos adentran en la complejidad del alma humana, venganzas y ambiciones por partes iguales, códigos éticos difícilmente aceptables pero que acaban resultando nuestros, filiaciones con los tipos más indeseables que uno podría imaginar pero que acaban pareciéndonos mejores que todo el universo que observamos a su alrededor. Y sobrevolando todo, una dura reflexión sobre la naturaleza de los que nos gobiernan, de aquellos que manejan o especulan con nuestro dinero contribuyente, de aquellos que deciden sobre el porqué de lo que nos ocurre como sociedad  y sobre cómo nos ocurre.

ImagenAlguien debería decir alto y claro que Crematorio es la mejor serie que se ha hecho en España en los últimos veinte años. Porque simplemente es así. Desde unos maravillosos títulos de créditos y tema de cabecera, hasta unas interpretaciones prodigiosas encabezadas por ese Pepe Sancho que siempre vivirá en mi cabeza como el Rubén Bertomeu, frío y manipulador, empeñado en hacer del Mediterráneo su teatro de títeres particular. La historia tiene el nervio de las buenas pelis de gangsters, los diálogos más certeros  que se han escrito en este país y el diseño de personajes más creíble que hemos visto en una ficción española.

En Crematorio comprendemos las motivaciones de todos y cada uno de los tipos que nos muestra la pantalla, nos unimos a ellos. Desde el capo con la pulsión de poder en los genes, hasta el segundón asfixiado por la omnipresencia del amigo, la hija buscando su hilo vital en oposición al patriarca, el yerno títere enamorado, el fiel abogado, el descerebrado matón, la abnegada y perdida esposa de vitrina, la nieta consentida y díscola, el concejal sin escrúpulos, el matón del Este.

Cada personaje está construido desde una acumulación de matices que vamos entendiendo con la inclusión de flashbacks que hacen avanzar la historia con una fluidez y complejidad admirable; con el perfectamente recreado envoltorio de ese Mediterráneo de naranjos  y casas de diseño con vistas al mar, pero también de puticlubs y juzgados, de solares por construir y clubs de fútbol donde lavar dinero, de yates donde cerrar tratos y crematorios donde hacer desparecer verdades. Como en una tal vez o no, exagerada versión de este país en sus últimos años.

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En House of Cards el protagonista no es un constructor avispado, sino un frustrado y desengañado congresista capado en sus aspiraciones políticas. Kevin Spacey, maravilloso cínico y descreído líder de la mayoría demócrata en el Congreso americano, habla a la cámara para desenmascarar los resortes del poder en Washington, de la misma manera que el objetivo de Crematorio nos los muestra en Misent. Aquí sin embargo el tono busca ser en primera persona, para acercar la venganza al espectador y que este la haga suya. Y lo consigue.

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Somos Spacey cada vez que lidera una negociación entre tiburones, cada vez que estrecha una mano de un pobre votante para deshacer un entuerto, cada vez que juguetea con Zoey y conspiran mutuamente en un juego de ambiciones y pulsiones inconfesables, cada vez que intuye el engaño de su fría y calculadora mujer (magnífica Robin Wright) con el atractivo artista, cada vez que disfruta una de sus victorias masticando costillas en un callejón. La serie, dirigida por el director de Seven, David Fincher, se mueve entre una atmósfera oscura y cargada de calles angustiosamente solitarias y personajes en el filo de sus emociones, a punto de precipitarse a un no buscado vacio emocional. Es un escenario desprovisto de la luz del mar valenciano; ensombrecido por la deriva egoísta de personajes que no buscan, sino que deambulan por el hecho de conseguir una victoria que alimente sus egos, que les redima de sus intuidos demonios internos.

Aun con ello, todas y cada una de sus criaturas nos parecen entendibles, defendibles, amables en último término. Como si en algún momento no pareciera tan malo construir sin licencias o engañar ancianos por un mísero voto. Culpa de quien los escribe y los interpreta. De quien los admiramos por suerte, solo desde un sillón.

Canal+ emite House of Cards todos los jueves a las 21:30.

Crematorio se puede ver desde su servicio de VOD gratis en Yomvi

El especial de viajes del New York Times para este año 2013 colocaba a Burgos como la única capital española en su lista de 45 sitios a visitar en el mundo durante este año. La ciudad del Cid ha sido elegida además Capital Gastronómica en España destacando su interesante mezcla entre la tradición de los asados castellanos y la revolución culinaria que muchos de sus cocineros están planteando en sus restaurantes.

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Aprovechando este destacado tirón mediático y marketiniano, Burgos recupera este fin de semana una iniciativa novedosa que ya pusieron en marcha en otoño y que pude disfrutar entonces, por cortesía de mi alter ego.

Devoraburgos es un compendio de actividades alrededor de la gastronomía y la cultura. Una sensacional aproximación al conocimiento de las pequeñas ciudades españolas que guardan tesoros, una vuelta de tuerca a la promoción clásica basada en la tradición y en este caso en su maravilloso patrimonio catedralicio.

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En primer lugar, oferta la posibilidad de hacer noche en prácticamente todos los hoteles de la ciudad por solo 50 € la habitación desayuno incluido. Una autentica ganga para bolsillos en crisis.

Íntimamente ligado a ello, menús específicamente creados para la ocasión por 25 € persona con vinos de la tierra (Ribera del Duero o Arlanza) incluidos. Y por si alguien es amante de esa tradición tan nuestra de comer o cenar de pie, han creado el MiniDevora con tapas realmente cuidadas y sorprendentes en numerosos bares de la ciudad . Tan solo2,5 € vino o cerveza incluido.

De mi experiencia anterior, aconsejo el hotel Abba Burgos que además cuenta con una piscina interior donde relajarse y un maravilloso restaurante de autor, donde exploran todo tipo de detalles. Para tapear cualquiera de las opciones cerca de la Catedral o la Casa del Cordón son buenas elecciones.

La iniciativa, que se desarrolla durante este fin de semana, incluye además la posibilidad de realizar visitas guiadas a las bodegas de la zona por el irrisorio precio de 10 €. Opciones donde arquitectura y sofisticación se unen como en Bodegas Portia diseñada por Norman Foster u otras para acercarse a la tradición de bodegas familiares como Prado Rey o Monte Aman son buenísimas opciones para la mañana del sábado o el domingo.

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La iniciativa no termina aquí e incluye diálogos en el Auditorium de su magnífico Museo de la Evolución, sobre la relación entre la gastronomía y el mundo de la cultura.

En otoño pudimos disfrutar de un muy interesante encuentro entre Andoni Luis Aduriz del restaurante Mugaritz y Quique Dacosta flamante tres estrellas Michelin en su restaurante de Denia, con Juan Luis Arsuaga el director de la también cercana y muy atractiva visita a los Yacimientos de Atapuerca. Allí asistimos a una amena y divertida reflexión sobre la evolución humana y la gastronomía, y a la relación en la que se mueven algunos de los más famosos restaurantes de nuestro país, vinculando sus creaciones culinarias con su territorio; una extrapolación de aquellos primeros hombres agricultores que asentaron la civilización humana tal y como hoy la conocemos y de la que tanto se ha ido investigando desde los descubrimientos arqueológicos cercanos a Burgos.

Porque además la iniciativa ofrece la posibilidad de obtener precios reducidos en los dos magníficas y principales atracciones turísticas de la ciudad burgalesa. Por un lado, su majestuosa Catedral que hizo de Burgos Patrimonio de la Humanidad de la Unesco en 1984. Impresionante y completísima la visita guiada para descubrir la más delicada y profusamente ornamentada catedral de nuestro gótico; emocionante en su historia y epatante en sus magnificas capillas de ostentosa decoración.

Por otro su moderno, didáctico e instructivo Museo de la Evolución, surgido al amparo de los yacimientos descubiertos en Atapuerca y que hace un prolífico recorrido por las etapas del hombre desde sus primeros vestigios hasta nuestros días. Un recorrido apto para toda la familia y en la que ningún viajero podrá aburrirse.

Devoraburgos completa su programa con sesiones de Showcooking en directo en la mañana del domingo y actividades para niños, así como una interesante feria de las principales bodegas de la zona de la Denominaciones de Origen Arlanza y Ribera del Duero.

En general, una maravilloso acercamiento a una ciudad muchas veces desconocida y con la que empezar con buen pie estas vacaciones de Semana Santa

Mas Info en

www.burgos25.com

En esta época de crisis en que cualquier iniciativa empresarial tiene parte de quimera y gran dosis de obstinación, descubrir la existencia de nuevos negocios es siempre un soplo de esperanza, ilusión y optimismo. Cuando además las cosas se hacen con cariño, buscando lo novedoso y partiendo de un producto de calidad y un trato diferencial para el cliente, el resultado sólo merece el aplauso y al menos, la curiosa atención.

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Este es el caso de Pájaros en la Cabeza, el proyecto de dos madrileñas, que al calor de la moda de los mercados de ropa itinerantes, han lanzado en Madrid su apuesta por sesiones de venta en cortos espacios de tiempo, normalmente tres días en fin de semana, en locales acogedores, buscando la cercanía con el público y mostrando prendas exclusivas traídas desde Londres y París  pero con la ventaja de que no perdamos la cartera en la empatía con su acertada idea.

vestido verde bueno

Así, encontramos desde camisetas hasta vestidos de noche, en un acercamiento elegante, chic y moderno, priorizando los buenos acabados, los cortes favorecedores y los patrones muy femeninos. Prendas que responden a la idea de  ser sexy “sin encontrar tu mismo vestido en la vecina de al lado o en tu compañera de trabajo”, al deseo de definir un estilo propio sin someterse a los clichés de las grandes firmas, al objetivo de no tener que perder la mitad del sueldo para resultar original.

tienda ok

La idea la han impulsado con un fuerte apoyo en las redes sociales con campañas en Facebook y mailings recurrentes a las clientas para potenciar ese atributo de exclusividad, de comunidad, de pertenencia a una moda que se sale de lo normal sin tener que ser la sobrina de Carmen Lomana o los chicos del anuncio de Loewe para vestirla.

vestido gris

Las próximas convocatorias anticipan la nueva colección de primavera- verano incidiendo en vestidos chics a precio sostenido,  en el dibujo de una mujer joven y romántica con un punto de sensualidad casual, en la idea de sugerir desde la elegancia, de conquistar desde un atrevimiento no forzado, de epatar sin estridencias.

vestido flores ok

Podremos disfrutar de los diseños a partir de este fin de semana en el cada mas “in” entorno de las calles Hortaleza y Fuencarral, lo que muchos han denominado ya, el nuevo SOHO madrileño.

En resumen, una muy original opción para comenzar la primavera con aires de princesa cool, con una sonrisa en la cara ante tanto nubarrón tele-diario.

Próximo evento en Madrid: Días 7 de Marzo de 16 a 21h. 8 y 9 de Marzo de 10 a 21h

Calle Travesía de San Mateo 8 (perpendicular a Hortaleza)

Metros Alonso Martínez y Tribunal

Para saber mas: http://www.pajarosenlacabeza-shop.es o en Facebook (Pájaros en la cabeza)

Ese país sin reglas entendibles, capaz de moverse social y políticamente entre personajes como un humorista con apellido de insecto y un  putero que gana votos a base de comprar canales de televisión y jugadores de fútbol  ha sido también capaz de exportar e industrializar el principal, socorrido y recurrente elemento de la gastronomía occidental: La pasta.

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Sin haberla inventado pese a la creencia popular, (parece que fueron los árabes en su expansión por Europa quien introdujeron en la dieta del Mediterráneo la idea de dotar con diferentes formas la posibilidad de moler el grano, mezclarlo con agua, dejarlo secar y posteriormente cocerlo o darlo calor), ya desde el siglo XII la pasta se popularizó en el país transalpino hasta hacerse imprescindible y fue en el siglo XX con la explosión de los movimientos migratorios al continente americano, tanto en el Norte como en el Sur, cuando el plato se hizo universal.

Así a día de hoy, gastronomías mucho más ricas como la francesa o la española no han sido capaces de instaurar en el psique colectivo un concepto culinario capaz de venderse por si solo en cualquier lugar del planeta, ligado además a atributos de sabor, salud y economicidad y todo ello derivando sólo del magnífico talento transalpino para la venta, para el comercio, para el marketing, para ese impulso creativo que balancea la bota de Garibaldi entre el business y el caos. Como en una metáfora de su propia realidad.

Encontramos pastas y pizzas en cualquier rincón que visitemos en el mundo, en cualquier calle o centro comercial, en cualquier buffet de hotel, en cualquier puesto callejero. Sólo en los últimos años, la explosión de la cocina japonesa ha podido competir desde las elaboraciones sencillas y las propuestas bajas en grasas, con un concepto que es a día de hoy y a mucha distancia, la más generalizada marca de serie del loco país vecino.

En estas, en casi todas las grandes ciudades de España pueden consumirse más que aceptables pizzas y pastas en diferentes elaboraciones , que han actualizado la horrible oferta que en nuestro país existía hace treinta años, fruto del poco interés patrio en un país ligado al puchero y a nuestra fantástica y profusa cocina, y que empezó a introducir la pasta desde esos hogares con propuestas siempre pasadas de cocción y bañadas del omnipresente y fácil tomate frito, en los mejores casos casero y en los peores Orlando.

Cadenas como Gino´s o La Tagliatella han acercado otras elaboraciones al comensal medio español, con formulas más aceptables que las horribles aunque exitosas industrializaciones de cadenas como Telepizza, Domino´s o demás. Y en este panorama general sí existen acercamientos en los últimos años,  por ejemplo en Madrid, que buscan recuperar la esencia de la gastronomía transalpina, desde un acercamiento más autentico y de raíces, donde la carbonara siempre va desprovista de nata, el tomate no siempre tiene presencia y la pasta es de elaboración propia y siempre al dente.

Aquí van cuatro recomendaciones con buenos acabados de los platos, propuestas sabrosas y encanto en sus recetas que entroncan con esa línea de evolución que comentamos.

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En Trattoría Pulcinella (Regueros 7) todo a remite a Italia. Perteneciente al grupo del mismo nombre, este pequeño comedor en el corazón del barrio de Chueca, íntimo en su concepción,  nos transporta a la atmósfera de los comedores romanos con sus manteles de colores y las paredes profusamente decoradas por los símbolos del país verdirrojo, desde la Loren hasta Pavarotti. Pastas frescas en la carta y pizzas al horno de leña en un muy acogedor restaurante donde se pueden degustar propuestas enraizadas en la más honda tradición. Grandiosa burrata servida con pimientos y acelgas, buen vitello tonatto y enorme variedad de pastas desde elaboraciones originales hasta las más que correctas recetas clásicas. Como opción, pedir los muy sencillos y excepcionales espaguetis con tomate para contrastar aquello de lo que hablaba antes. Los precios son bastante ajustados y la reserva es obligatoria.

En La Tavernetta (Orellana 17), la carta se nutre de las especialidades de la cocina siciliana y corza. Tiene dos plantas, la de arriba más informal, con una barra donde probar alguno de sus innumerables y muy destacados vinos italianos, y un comedor abajo en forma de cueva, acogedor y sencillo en su decoración. La carta, muy ajustada en sus precios, nos deleita con recetas tradicionales de sabores nítidos y elaboraciones sencillas. Magnífica caponata de verduras y mejillones en salsa para el comienzo, e increíbles pastas originales como los fettuchine con cangrejo, los taggliatelle con bonito fresco y tomate o la pasta con calamares. Los camareros, modelo italiano de toda la vida, hacen sentir a las chicas especialmente como reinas y el servicio es agradable sin ser pesado.

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De los mismos dueños del anterior y situado en el barrio de Chamberí, abrió hace tres años Mercato Ballaró (Santa Engracia 24). Reproduciendo el mismo modelo de dos plantas, con barra informal abajo donde probar medias raciones y comedor arriba de tintes más románticos y sofisticados en este caso, Ballaró bucea en la tradición siciliana en un ambiente más cool y tal vez menos auténtico, pero con la misma calidad y originalidad en la materia prima y en sus recetas. Entrantes muy logrados como el carpaccio de corvina sobre pan sardo, crema de trufa y chips de alcachofa, o las habas, alcachofas, guisantes con flores de calabacín y queso stracciatella. Excepcionales y distintos los papardelle con codorniz y queso de oveja (para estómagos sin complejos) y los raviolini rellenos de pato con corteza crujiente del mismo. De postre un magnifico tiramisú. Tienen además un menú degustación a 32 € donde probar la mayoría de su espléndida carta.

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Finalmente en las afueras de Madrid, en la selecta y glamourosa urbanización de La Moraleja, el Grupo Sigla tiene desde hace dos años su enseña italiana de altos vuelos en Manzoni. Si bien, alejada de la autenticidad de las tres propuestas anteriores, Manzoni cuenta con una decoración exquisita de líneas refinadas en un amplísimo comedor adornado en verano por una bucólica terraza. En los fogones, el chef Miguel Rosa ha depurado las recetas clásicas italianas con un toque de modernidad, sencillez y perfectos acabados, que lo convierten en una opción gourmet de imprescindible visita. Excepcional el servicio y la atención y ricos aperitivos y deliciosa selección de panes, elaborados por el mismo pizzaiolo que dirige el horno de leña. La mejor burrata de Madrid para mi gusto, servida con deliciosos pimientos asados a la brasa de un intensísimo sabor, excepcional la pasta rellena de carabineros y ligerísima y perfectamente acabada la pizza de verduras con mozarella ahumada. Sencilla, finísima y llena de sabor. Los precios un poco más arriba que en las opciones anteriores (unos 45 € persona) pero el conjunto lo merece.

Son sólo alguna de las muchas aproximaciones que empiezan a destacar en nuestras ciudades recuperando y depurando el recetario original de la tantas veces cercana  y admirada cultura italiana de la mamma entre pucheros. Esa que tantas alegrías nos ha dado en la mesa y tantas sorpresas nos regala en los informativos. Quién querría quedarse en la comparación con el bufón y el Bunga Bunga?

En estas resacas de hospitales sin agua y vestidos de Dior entre hipotecas, veo en el cine la justamente respuesta en salas, Blancanieves de Pablo Berger. Como siempre, algunos dirán que está subvencionada aquí y allá, que la apoyan Canal Plus y TVE y que por eso todo el colectivo del cine español es una tribu de paniaguados desagradecidos. !!!Seguro!!!. Me pregunto cuántos de esos habrán gastado 9€ en una entrada o habrán preferido descargar pirata en casa cualquier divertimento palomitero yanqui mientras compran treinta y cinco aplicaciones en Apple Store para no entender muy bien qué hacer con ellas.

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Me refiero a ello porque desgraciadamente el cine español vive en esta época de crisis, de esa mala prensa alimentada injustamente por la sinrazón y el sectarismo de algunos y acrecentada por tristes temas que ni deberían mezclarse ni en ningún caso hacer que dejásemos de ver el bosque.

Una entrada para una obra maestra como Blancanieves vale menos de 10 € y ha costado cuatro años en hacerse. El Rey León en la Gran Vía cuesta 85 € y una entrada de un Madrid-Barcelona (adoro el fútbol y los musicales por las sospechas) más de 100 o 150.

En fin, que el cine español seguirá siendo malo, caro y lleno de putas y milicianos.

Blancanieves es original, valiente, universal desde lo más hondo de la tradición española, emocionante, lírica y divertida. Es clásica y tremendamente moderna a la vez. Nos devuelve a cierta atmósfera de las pelis de Jean Pierre JeunetDelicatessen y Amelie me vienen a la cabeza-mezclado en la coctelera con ecos flamencos y reminiscencias de Kusturica. Está bien contada y maravillosamente rodada. Tiene planos de una infinita belleza y una puesta en escena y una fotografía que a veces nos acerca a los mejores cuadros del Museo del Prado o a las más sublimes escenas del maestro Dreyer en Ordet.

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Blancanieves está magníficamente interpretada, desde las sublimes Maribel Verdú y Macarena García hasta el contenidísimo Daniel Gimenez Cacho en su papel de torero triste. Cuenta además con la presencia de una increíble niña de ojos grandes, Sofía Oria, que se come la pantalla y que seguro dará mucho que hablar en los próximos años.  Blancanieves además consigue la proeza de emocionarnos con una historia que todos conocemos en su nudo y desenlace y de hacerlo además sin palabras, volviendo a la esencia del primero de los cines. Porque como casi todo el mundo sabe Blancanieves es una peli muda.¡¡ No jodas, española, en blanco y negro y encima muda!!. Peor para el que se la pierda.

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Y así, en ese juego tan español de las envidias y las comparaciones, me resulta infinitamente más original, cuidada, artística, lúcida y genial que la cacareada el año pasado The Artist, a la que ya añadí a mi lista de fobias confesables para discutir. Pero es verdad, el chauvinismo francés tiene estas cosas con el marketing que tanto nos cuestan a los españoles.

En la lista de finalistas a los Goya de este año, Lo Invisible nos devolvía la idea de que en España se pueden hacer grandes producciones con el mejor talento técnico y contando historias que emocionen, sin que como algunos dicen-“se note que es española”. El artista y la modelo recuperaba al Trueba más sensible y sencillo en ese maravilloso acercamiento a la naturaleza de la creación artística que es su película. En Grupo 7, Alberto Rodríguez nos mostraba de un puñetazo la realidad de la policía sevillana en la época de la Expo en su trepidante, dura y descarnada obra. Y sólo estoy hablando de tres ejemplos.

Hace más de un mes vi en el cine The Master, la última película del consagrado por los medios, nuevo Orson Welles del cine americano, Paul Thomas Anderson. No entendí nada y encima tuve que aguantar más de dos horas y media en la butaca. La cinta, protagonizada por el magnífico Joaquin Phoenix está nominada a tres Oscars y apuesto a que nadie que vaya a verla al salir del cine dirá lo de «Si es que ya te dije, no sé por qué te empeñas en ver cine americano». Y es un puto ladrillo.

Malo sería que en esta país de tendenciosos y malintencionados, mezclásemos ideas que no tienen que mezclarse. El arte es arte y tiene la maravillosa ventaja de ser universal, de no conocer de nacionalidades para resultar sublime, de no atender a sectarismos o regionalismos de medio pelo para poder dejarnos con la boca abierta y el corazón encogido. El resto, crisis, desahucios, ERES, mangantes y corruptos, poco tiene que ver con un señor que escribe sobre un folio en blanco e intenta contar una historia. Por mucho, que no nos olvidemos, el mismo derecho que tiene un frutero de quejarse porque le quitaron la subvención a los tomates que debe vender más caros, lo tiene ese artista que ve cómo ir al cine ha pasado a costar tras veces el precio de las palomitas en vez de dos.

Por cierto, no dejar de ver la peli de Berger.

Tradición

De cena el jueves en el antiguamente mejor restaurante de Madrid. El peso de la tradición en una caricia de buen gusto y atención privilegiada. La mesa perpetua de mi ciudad.

 

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Siento como si en este comedor afrancesado de paredes ocres y magentas se mecieran los recuerdos de mi infancia hasta hacerme sentir en brazos, como si retornara a los olores de la tienda de café cercana a la casa de mis abuelos, o al aroma a puchero del de mi abuela paterna.

 

Los pueblos son lo que son por la tradición; incluso en la destrucción de ellas. Las familias celebran y se acercan a la felicidad por esos pequeños ritos que tornan en fotos de alegría instantánea, filtros benditos de miserias y angustias cotidianas, recovecos para la celebración de la vida.

 

Somos mucho menos sin tradiciones;  sin Loterías de Navidad o  bodas de corbata en la cabeza; sin fiestas de verano en los pueblos ni romerías que rememoran nuestra infancia, sin Nocheviejas y uvas sin comer, sin Semanas Santas entre la fe y el rechazo; sin estadios de fútbol llenos de desahogos y lágrimas, sin horas de llegada y mentiras consentidas, sin un gesto que nos devuelve a nuestros genes entre una sonrisa orgullosa.

 

Hay naciones que han hecho de la tradición su seña de identidad, para mantenerla y renovarla; que forman su espíritu en la constante catarsis alrededor de cinco o seis sentimientos básicos. Que en su defensa y desprecio se han hecho grandes. Y así nadie imagina Londres sin bobbies en las calles con cara de haber querido ser  Sid Vicious para salvar a la Reina, jóvenes airados blasfemando una y mil veces entre inacabables pintas de cervezas para acabar alabando el vestido blanco de Pippa, como si fuera una hermana que proteger, como en un encargo de todo el país frente al mundo.

 

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Del mismo modo en cada una de nuestras casas  hay una tradición que es una norma del alma y un motivo de reposo frente a la deshumanizada turba. Como si en cada uno de esos gestos aprendidos radicara la esencia de nuestra vida, el pilar de nuestra felicidad fugaz y huidiza.

 

Construimos tradiciones casi sin darnos cuenta, de modo ordinario; por necesitar apoyos y rutinas que nos protejan; porque el vértigo del cambio constante nos devuelve a los gritos en una plaza llena de niños corriendo, al primer pedaleo en una bicicleta, al día que vimos el mar.

 

La tradición es  madre de nuestra memoria y cómplice de nuestra melancolía; es un atajo de neuronas corriendo por llegar a casa; es un escondite jugado con el tiempo, es olor a invierno y nieve en los zapatos; es la sonrisa de quien amamos por primera vez y el rostro infantil de quien amamos ahora. Es la vida.

 

No dejaremos nunca de edificar ritos y tradiciones para nuestro descanso, como un cordón umbilical invisible a la mano confiada de un hijo, a la mirada sensible y temerosa  de un padre, al susurro del aviso de que la comida en la mesa se ha quedado fría, a correr y correr y a sonreír grande. Como de niños.

Dalí regaló a Gala en 1971 un castillo renacentista en la diminuta villa de Pubol en Gerona. Este castillo, dedicado y pensado para el disfrute de la musa del genial pintor catalán, es la metáfora del Bajo Ampurdan. Ese desconocido e inspirador interior del norte de Cataluña.

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La quietud de su ubicación, elevado silencioso entre campos de trigo de intenso verdor y salpicado por masías ocres, nos devuelve la sencillez y el reposo de unas tierras donde el tiempo transcurre cadencioso y juguetón, aprovechando los rayos de sol en este cielo azul intenso, turquesa como el agua de una costa brava y salvaje, luminosa y tímida, como una cala entre pinares, como una roca asomada entre la espuma de las olas del Mediterráneo.

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Y en este castillo, entre paredes recias como la germánica Gala, deambula el espíritu burlón del genio de bigotes, como si en cada pueblo de estas tierras hubiera un homenaje a los elefantes de patas desproporcionadas de su jardín, a las Cariátides de sus fuentes y las cabezas de Wagner acumuladas a los pies del agua repiqueteando.

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Como si de esa manera contempláramos el paisaje apolíneo y llano de estos parajes silenciosos, salpicados por la belleza infinita de sus pequeños pueblos medievales, de sus playas escapando del turista veraniego, de sus rincones exquisitos y aristocráticos; como el dibujo de su matrimonio mas célebre, tan necesitado del espacio para el deseo, para la ensoñación. Como si en cada paso que recorremos en este lugar necesitáramos volver para quedarnos tal vez, para echarlo de menos.

Peratallada ni siquiera es un pueblo, solo un conjunto medieval. Forma parte del municipio de Forallac y es un magnifico recinto amurallado lleno de encanto. Sus calles de piedra irregular nos devuelven a la Edad Media. Caminamos entre casas señoriales adornadas con faroles encendidos en marrón, carteles de colores que anuncian exquisitos restaurantes con patios de cuento, abigarrados en su decoración; entre las cerámicas de terracota de la vecina Bisbal y los azules de muñecos que juegan con mesas cuidadosamente abandonadas en un rincón bañado por una fuente escondida. Como si nadie hubiera ahorrado detalles en una armonía colorista y decadente. Plazas coquetas que nos regalan balcones renacentistas, como si el espacio se llenara de princesas etéreas, como si la civilización aun esperara cansada por venir aquí.

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Hay tiendas de decoración, galerías de arte, puestos gourmets y vendedores ambulantes. Hay silencio y una cálida luz que anticipa el mar. Hay descanso.

En Monells, los arcos de su casco antiguo serpentean junto a un elegante y poco bullicioso río que nos lleva hasta su plaza principal. Un magnífico ejemplo de estructura medieval maravillosamente conservada. Antigua sede de un importante mercado de la comarca, es orgullo aun de los parroquianos.

La estampa invita a sentarse a observar y a escuchar el silencio, a disfrutar el aperitivo con una coca de verduras o anchoas, botellín en mano; a subir hasta su parte más alta para contemplar la llanura, esa estampa ligeramente adornada por la brisa que nos adormece los nervios.

Uno puede acercarse hasta Pals y visitar su imponente Torre de las Horas, un ejemplar del románico catalán de planta extrañamente redonda y subir hasta el Mirador del Pedró desde donde observar su trazado medieval salpicado de ventanales góticos y arcos señoriales. El recorrido, siempre en sentido ascendente, tiene el premio de la armonía de sus calles, perfectamente cuidadas, en un paseo donde el regalo final es la contemplación de la costa al fondo, con ese magnífico paraje para los buceadores que son las enigmáticas Islas Medes; con sus islotes dibujados altaneros contemplando la belleza desde la distancia.

Ya en la costa, desde la villa marinera de Calellla de Palafrugell, caminamos junto a su encantadora playa urbana salpicada de chiringuitos con las brasas humeantes del pescado regalándonos el olfato. Serpenteamos hasta descubrir las calas junto a Begur. Aiguablava entre pinares y burguesas residencias adornando su silueta, Sa Riera y Sa Tuna, la hermana pequeña, con sus barcas  de  pescadores de colores , devolviéndonos el recuerdo de Port Lligat donde Dalí dio rienda suelta de nuevo a su genio y su locura, imbuido por esta ausencia de tiempo o este viento alocado en la costa que revuelve las mentes.

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De subida a Begur hasta su imponente castillo, en un paseo de historia repleto de casas de indianos; de aquellos aventureros catalanes que hicieron fortuna en América y dejaron testimonio aristocrático de sus costumbres en aquellas tierras, de esa opulencia exagerada y colorista que nos regala esta villa entre sus muros.

En la masía en la que descansamos  repiquetea el agua en una fuente retorcida de colores, regalo nos cuentan de un escultor de la zona que dedicaba su vida a hacer butifarras caseras. Genio y estampa de estas tierras, entre las tripas de sus arcillas y la paleta de colores del mar entre los pinos. Como si Dalí, sentado en una butaca imposible y en medio de los trigales mordiera entre carcajadas un bocadillo de salchichón. Como si lo hiciera en una foto para siempre. Inmutable.

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Ese maravilloso lujo de llegar a un pequeño pueblo de la Costa gallega y disfrutar de unos grandes percebes recién traídos a la lonja o de una fresquísima merluza simplemente aderezada con aceite y pimentón, o la deliciosa experiencia de saborear el mejor atún  de almadraba en un chiringuito en Barbate, son momentos difícilmente repetibles en nuestra moderna y siempre puesta al día capital.

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Pese a ello siguen surgiendo en la ciudad propuestas honestas, bien tratadas, modernas y frescas que nos devuelven la ilusión y los olores y sabores de esos momentos de ocio costeros donde todo parece acompañar para conseguir una experiencia sensorial perfecta.Este fin de semana he podido disfrutar con mi mujer- dice que no escribo nunca de ella en este blog-Un beso para ti siempre!!!-de dos maravillosos locales donde los aromas y texturas del sur más gaditano y de la Galicia más profunda se reivindican en entornos cuidados, vistosos y elegantes.

En Núñez de Balboa 104 Jose Calleja abrió hace poco más de un año, Surtopía.

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De origen sanluqueño y formado en cocinas como Goizeko Kabi o Pedro Larumbe, el siempre atento e insultantemente joven chef gaditano, propone en su restaurante una revisión de las clásicas recetas andaluzas con una dosis de concreción y pureza que nos retrotrae a las plazas de su Cádiz natal, a los arenales de su Atlántico blanco y ventoso.

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El local es pequeño. Dividido en un espacio para tapear-raciones y medias raciones ayudan a la tarea- y una zona de restaurante un tanto estrecha, separada por un cortinaje discreto.

Cuenta con una carta ajustada y concreta-no diría corta- y según leímos un menú degustación con posibilidad de maridaje, que al menos nosotros no vimos.

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Probamos sus famosas tortillitas de camarones-sin duda alguna las mejores que he comido nunca-sin la mínima grasa, con un intensísimo sabor a mar y una textura perfecta, crujientes y jugosas a la vez.

Para continuar unos callos con garbanzos, suntuosos y delicados, de un intensidad de sabor, próxima al puchero andaluz que humea tras las esquinas de los pueblos blanquecinos de la sierra de Cádiz-, potente y meloso a la vez.

Los segundos no desmerecieron la opinión inicial. Una hurta roteña guisada, sensacional, siguiendo la mejor tradición del guiso marinero andaluz, pero renovando el concepto en un tratamiento original y nada pesado. Y un tataki de tiburón, algo soso a mi entender pero que a mi mujer le resultó suave y sabroso. La carta cuenta además con otras delicias como gambitas de Huelva, un muy exitoso cazón en adobo o una corvina a la plancha con trigueros de aspecto más que apetecible.

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A la hora de los postres nos decantamos por un queso de cabra payoyo gaditano con helado de nuez garrapiñada, resultón y bien empastado. La tarta de manzana, a pedir con media hora de antelación, tampoco parece despreciable.

El servicio muy correcto, con las recomendaciones de Calleja desde la entrada, haciéndote sentir a gusto y en casa, pero sin agobios. Los vinos todos de etiquetas andaluzas y una maravillosa manzanilla de inicio. Por ponerle alguna pega, decir que las raciones son ajustadas pero la potencia y la terminación de sus platos hace olvidar este detalle. El precio más que razonable.

En resumen un maravilloso restaurante andaluz donde un joven chef lleno de talento oficia con toda la ilusión del mundo y una referencia constante a esas raíces que tantas adhesiones tienen en la capital.

Lo primero que atrapa en Pulperia Vilalúa (Jorge Juan 71) es su decoración. Paredes en granito tamizadas por una madera en tonos claros, buscando calidez, lejos de las tascas gallegas de siempre; con una vuelta de tuerca en la modernidad de la propuesta.

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Líneas depuradas para cualquiera de sus dos locales-en Ayala 81 y Jorge Juan– y una configuración del local que aconseja visita mejor en pareja o grupo reducido, que en grupo grande.

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Al frente del local tres emprendedores gallegos con la misma juventud o mayor que el gaditano Calleja. Aquí se viene a comer pulpo a feira de la Ria de Onx– el que se considera el mejor pulpo de Galicia– y es cierto que es espectacular.

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Fresquísimo, en su punto perfecto de cocción y dureza, con un neutro aceite de oliva para potenciar el sabor del pulpo y quizá-solo por ponerle un pero-con un pimentón bastante picante. Se ofrece en media y ración completa y con la opción de acompañarlo de unos intensísimos y sabrosos cachelos por solo 1,5 € ración.  Galicia en estado puro.

Todo es gallego en el local, desde el pan que lo acompaña, los tazones de Ribeiro o Albariño, la música que pone la banda sonora, el agua de Mondariz. El homenaje a la tierra continúa en la carta, presentada en madera como el resto del local. Empanadas de trigo de raxo o atún, muy frescas y suaves, pimientos del padrón, dos tipos de mariscos según van recibiendo directamente de la lonja, carne richada. Incluso tienen una propuesta muy original en la que te preparan un menú en base al dinero que quieres gastar o en base a lo que puedes comer.

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En resumen, un regresar a Galicia en elaboraciones sensibles y bien acabadas. Un acercamiento original y estiloso a la taberna galaica de toda la vida, manteniendo la esencia de sus recetas y la excelencia de su materia prima.

En la vuelta a casa  de nuevo contemplamos esa playa inmensa y solitaria, con las olas batiendo constantes y cadenciosas, con la luz del sur y la bruma del finisterre. Adormecidos por el deseo de descansar al sol.