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Posts Tagged ‘fiestas en madrid’

Veo en Internet a Blanca Suarez en la inauguración en Madrid de la nueva tienda de Emporio Armani. Pone caritas junto a un zapato imagino que carísimo; posa divertida junto a una rubia oxigenada y petarda; no para de sonreír bajo su flequillo de niña bien justamente salvaje. La veo en el supercartel del Corte Inglés, en la fiesta de los Goya con bigote, en la mayoría de las revistas del quiosco, en anuncios, en un coctel, en todas partes. Creo que ha dejado de ser una actriz talentosa para mutar en un personaje imaginario dotado de ubicuidad, una especie de Jesucristo con los ojos perfectos y sonrisa profident, un elemento más en ese mundo irreal y antojadizo donde todo parece de plástico y naif.

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No sé hasta qué punto esta chica se da cuenta de todo ello, de la sobreexposición constante y cansina aun en el caso de las caras más bonitas.  Imagino que por detrás, alguien -agentes, representantes, asesores- decidirá de ese modo extraño en que entienden las matemáticas del éxito, asidas sin reparos a los céntimos de sus ojos, a su flequillo guardando cheques de varios ceros, a ese encanto neuronal en pseudodestrucción, avaricioso entre bombones de foie y piruletas de wasabi.

Junto a ella, en lo de la tienda, esa tribu inexplicable de blogueros de moda, a los que uno les gustaría aplicar la terapia de Bardem en No es país para viejos, antes de que salgan despavoridos jurando por la it girl de moda o la madre que la parió. Esos nombres imposibles que escucho en todos lados sin haber demostrado jamás nada más allá de combinar cuatro colores o distinguir un tejido natural de uno sintético. Que cojones.

Una gran amiga que trabaja en esto de la moda se vuelve loca si la mujer de Bustamante lleva una camisa suya. Y seguro que lo hace llena de razón. Del mismo modo imagino que  habrá gente a la puerta de su casa esperando que la siempre educada y angustiosamente perfecta Paula le dedique un minuto de su cuerpo para expandir el negocio. De traca.

De vuelta a casa, un tipo interrumpe el silencio del vagón jurando que ha sido autónomo dieciocho años, que le aterra pedir a gritos, y que lo hace porque no ha querido dejar en la estacada a ocho familias tras la quiebra de su negocio de reformas industriales. El pobre hombre, al que la parroquia escruta su vestimenta no muy diferente a la de cualquiera de los que observamos, nos acerca a esa crisis del vecino de al lado con jersey de marca y zapatos de cordones, de sueños acabados que terminan en un cercanías, de negocios rimbombantes que fueron y que hablan de alicatar baños, cambiar mamparas o atornillar proyectos vitales a cambio de unos euros de perdedor.

Pienso en esta dinámica de ganadores y vencidos; desde el sonido que interrumpe el discurso de este hombre aseado hasta la princesa amarrada a un zapato sonriendo; este teatrillo de luces y sombras que dibuja fronteras tan difusas y acojonantes. Rápidas como tres paradas de Renfe, como el correr hasta el siguiente vagón para repetir una historia increíble.

En el periódico leo como Sara Montiel recordaba haber conseguido su sueño de infancia de haber llegado a ser muy famosa; cómo Margaret Thatcher no volvió la vista hacia sus hijos el día que corriendo tras el coche se intentaban acercar a la que sería la siguiente ocupante de Downing Street. Como si en ese camino no hubiese nada entre medias.

Pienso en que tras cada voluntad obstinada hay un principio de patología, de afecto malentendido, de capricho iniciático imposible de soslayar, de pequeña ventana a la soledad y la tristeza. Pienso en ganar y en perder, en los autónomos atrevidos y las actrices que no comen canapés por la línea. En que nadie pueda ir en Cercanías a una fiesta de Armani y en toda esa gente que le suda los cojones la calle Serrano porque están inventando el discurso de mañana. Como si fuesen Saritísima o la Dama de Hierro. Pero sin focos.

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