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Archive for septiembre 2013

El lago Tonle Sap es una de las mayores extensiones de agua dulce del mundo. Situado junto a la capital “de facto” de Camboya, SiemReap,  donde cada año viajan  millones de turistas para admirar los fastuosos templos de Angkor, el lago baña la vida de miles de personas entre palafitos inestables y dolorosos y barcazas de madera salpicadas por pescados autóctonos de venta ambulante.

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Un occidental visita el lago porque tiene una tarde libre en el maratoniano recorrido que va desde el refinado y sensual Angkor Watt hasta el enigmático y epatante templo de Bayón. Y es aquí, junto a estas aguas, donde aislado del manido y no por ello menos espectacular ritual turístico, descubre algo de la realidad de la pobre y agrícola Camboya. Tan devoradora.

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En el Tonle Sap las gentes deambulan en sus barcazas entre el reclamo turístico de los dólares culpables y  unas puestas de sol que por insistentes dejaron de ser mágicas incluso para los ojos más jóvenes. En este lago inmenso se sobrevive antes que nada y el hambre no liga bien con la poética de postal o el descubrimiento del alma del viajero blanco. Y eso uno tarda muy poco en percibirlo

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Cuando un niño de ocho años se sube a una barcaza de europeos y practica un masaje de espalda con sus pequeñas manos, no busca el disfrute del cuerpo o la distensión de los nervios, busca un dólar. Cuando una niña aun menor, sonriendo, salta a la misma barcaza con una nevera de refrescos,  no piensa en que la cocacola sacia la sed ante el  húmedo calor camboyano, piensa en un dólar. Cuando la contemplación maravillada no se permite a este lado sin suerte del mundo, la lírica se disuelve entre pupilas amables y amargas, inocentes y soñadoras, hambrientas de juguetes y helados. Y entonces importan  un dólar, dos dólares, tres dólares.

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Hay en el recorrido en el Tonle Sap un espacio recio y vigoroso donde las gentes venden camisetas de pegatinas humedecidas que se rasgan como el orgullo de quien implora durante horas. Un lugar, donde adormecidos, se muestran una decena de cocodrilos silentes con sus majestuosas cabezas ligeramente alzadas sobre el marrón del agua estancada; valium de fauces un día salvajes, eternamente en coma por el calor y los flashes de las cámaras no atendidas.

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Me resultan estos reptiles la metáfora de estas aguas, aprisionadas también. Las mismas que en los meses de monzón crecen con tal fuerza que en su contacto final con el mar son rechazadas de forma obstinada, tomando la dirección opuesta a la  de su corriente ,obligadas a regresar sobre sus cauces para inundar estas tierras inocentes. Entre la catástrofe y la quietud, entre la beatifica protección de la selva; como si en cada bocanada de agua dulce una jaula fiera y desagradecida las marcase el territorio y las devolviera a su inamovible realidad de un golpe.

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En los escasos metros de sus jaulas de agua, los alligators parecen también los niños asidos a sus mínimas barcas de metal, entre el transporte y el juego, rebotados una y otra vez por la vida como este lago de color poco amable, como las suplicas ante el billete verde y ansiado, como un espejo de un ecosistema que devuelve negativas imposibles de procesar en corazones e hígados tan pequeños

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Pese a todo, hay aún una sonrisa enorme y sincera en estos niños guapísimos, posiblemente los más guapos de la tierra. Una sonrisa amarrada a la inocencia de los límites estrechísimos de una mirada sin excesivo horizonte. Acordonada al balanceo traidor del mar opulento que devuelve ilusiones entre televisiones que se apagan por generadores traicioneros, sin tripas ni Internet, sin gotas de sal que cambien el gusto, sin cocacolas sólo para ser bebidas. Así, en el Tonle Sap los niños miran a los cocodrilos sin el asombro miedoso de los niños yanquis o europeos, como si las urgencias de sus expresiones las hubieran guardado hace mucho tiempo para el trueque, para el comercio, para una parada antes del ensoñamiento y el romanticismo del ocaso, muy anterior a los miedos de película entre colmillos angustiosos. Como si el mar les devolviera en brazos hasta nuestros descolocados monederos y solo les quedase la súplica pícara y jodidamente alegre.

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No soy capaz de preguntar el nombre de quien me destensa los músculos con sus dedos de pillo, ni de aguantar más de unos segundos la mirada de la niña descalza y artista que corre para ser la menos tímida, ni del capataz más joven de la tierra que desde la proa salta como un resorte para amarrarnos el barco con los ojos tristes. Imposible.

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De vuelta a Madrid, con escala en China, en un superaeropuerto de diseño calatrávico, dos hermanos chinos de unos  diez años juegan ensimismados junto a mí con dos Iphone cinco durante más de una hora. No puedo verles los ojos porque no miran, porque no levantan la cabeza, como los cocodrilos. En sus otras jaulas.

Aún tengo Camboya metida dentro.

 

Fotos: Cortesía Conchi Ortiz

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