Decía un antiguo profesor que ET se había convertido en un éxito planetario porque Spielberg había sabido transformar una peli sobre un extraterrestre feo y bajito en la historia de un niño que protege a un amigo. Contaba, que la capacidad del director de Tiburón de elevar a la máxima expresión un sentimiento tan reconocible y valorable como la amistad, encarnada además en una figura tan querible como la de Elliot, había dado la vuelta a la historia de las pelis de marcianos.
Esta semana moría en Roma el maravilloso James Gandolfini, culpable de la creación del para mi mejor personaje de la historia de la televisión, Tony Soprano. Venía a cuento la referencia anterior pues creo que con Los Soprano ocurrió algo semejante a la historia de Elliot y ET. La diferencia es que si bien en el primer caso se podría atribuir la culpa en casi un cien por cien a Spielberg, la misma responsabilidad se puede decir la tuvo en el segundo, no el director de la serie, sino su intérprete principal, Gandolfini.
El gordo Gandolfini convirtió el sólo una apuesta arriesgada de una cadena en crecimiento, HBO (recordemos, demasiados referentes cinematográficos sobre los que establecer comparaciones –Padrinos, Goodfellas– una nada comercial ni familiar idea la de una serie de gangsters italianos) en un éxito monstruoso de proporciones universales, en uno de los productos más exportados de la historia de la televisión, en un icono moderno.
Y creo que se dio así porque la gente entendió el personaje de Tony como parte de sus contradicciones, de sus miserias, de sus alegrías y de sus anhelos. Viajando del tan lejano personaje de un gangster de apariencia ruda y bestial que imaginábamos capaz de destrozar la cabeza de un traidor con sus manazas, hasta aterrizar en la vida de ese tipo sensible y psicótico, capaz de entrar en depresión por unos patos viajeros o de hacer de la vida un festival por un plato de albóndigas caseras.
En Tony Soprano– quizá el personaje con más matices y aristas de la historia moderna de la televisión- había un pedacito de cada uno de nosotros y a la vez un resquicio de todo aquello por lo que luchamos no ser. En esa dicotomía diabólica entiendo que se basó el triunfo absoluto de la serie.
Con Tony sufrimos traiciones de amigos, y chantajes emocionales de hijos y familiares; paranoias propias curadas a golpe de diván, atracciones peligrosas y familias celebrando barbacoas, desvelos por la prole y mareos por el exceso de responsabilidad, lágrimas por lo que se van y por los que no fueron lo que creíamos que eran, amores románticos y partidos de fútbol entre cervezas, fantasías y orgullos, ganas de volver a ser niño y regresar a un pueblo con un playa grande junto al sol. Y de aquella manera casi nos olvidamos que aquel tipo rudo de ojos tristes al que llegamos a querer sin reparos, era capaz de estrangular a un enemigo con un cable metálico o de despedazar con una sierra metálica a un traidor o de no perdonar un duro de una mordida. Porque eso David Chase se encargaba de recordárnoslo oportunamente para que no nos pusiéramos demasiado tiernos ni perdiésemos la perspectiva, para hacernos más dependientes de esa droga por capítulos de la que no nos constaba reconocernos adictos.
Tony Soprano es la demostración de que en toda obra artística lo impredecible es básico, en que el misterio hacia la evolución de ese adorable gordo cabrón nos cogía de la garganta y nos dejaba ante la pantalla horas y horas, emocionados y boquiabiertos. Y la constatación de que encima no sabíamos porque sucedía.
Los Soprano eran las antípodas de esos telefilmes de Antena tres de final consabido y sonrojante o de las pelis románticas industrializadas donde todo lo conocemos nada más empezar. Como en un espejo de la existencia misma, allí no estaba el blanco y el negro que tan pocas veces aparece, sino los cientos de matices de grises jodidamente difíciles, los pasitos adelante y atrás, los miedos y las risas, las victorias y las frustraciones. El arte y la vida con maýusculas
Gracias por tantos momentos de felicidad, gordo cabrón.